lunes, 24 de diciembre de 2012

Feliz y solidaria Navidad 2012




Cuchara de palo con cazoleta en forma de estrella que aportó a mi colección mi amigo, compañero y paisano Carlos Parra Ródenas, traída de Chefchaouen (Marruecos), y que tanto me recuerda una pretendida Estrella de Oriente de un belén tradicional, con la que quiero desearos lo mejor junto a los vuestros en una noche como la de hoy.

(@suarezgallego)

domingo, 9 de diciembre de 2012

Paisajes, paisanajes y "saborajes"




A la cocina desde sus raíces populares, y a la gastronomía desde sus aspiraciones intelectuales, se les ha  tenido siempre como las cenicientas del acervo cultural, tal vez por la resistencia que ha mostrado siempre lo que podríamos denominar la “oficialidad culta” a reconocerle una mínima brizna de Cultura (con mayúscula) a todo lo que huela a lúdico y popular. Los motivos habría que buscarlos en la herencia judeocristiana que nos presenta la vida como el “valle de lágrimas al que hemos venido a sufrir”, en el que todo lo susceptible de producir placer, como dice la conocida canción, o es pecado, o está prohibido, o engorda. Es la sempiterna confrontación dialéctica del hedonismo “pecaminoso” versus la penitencia “jorobante”, que sirvió de coartada durante tanto tiempo a quienes en aquella época que éramos aguerridos reclutas de la “reserva espiritual de Europa” se nos justificaba la falta de agua caliente en los cuarteles y en los internados diciéndonos que ducharse con agua fría era cosa de hombres, y no de pobres.
           
Hoy en el que la oferta turística se ha ampliado y diversificado, y la motivación de los viajeros para elegir un determinado destino reside en gran medida en los atractivos peculiares y propios de la cultura de cada territorio, la gastronomía tradicional reclama su papel como patrimonio cultural en el que los sabores, los olores y las texturas, aglutinadas en el concepto del “saboraje” –palabra que brota al hilo de lo que escribo-- se integren en el acervo del paisanaje y en el entorno del paisaje.

Se trata de hacer un planteamiento desde la “gastrosofía” que nuestros antepasados han llamado del terruño íntimo, del que surja un compromiso de velar y practicar una alimentación saludable ligada a los productos, las costumbres y las estaciones del territorio que habitamos, como autodefensa frente a una forma de alimentarse globalizada y especulativa que ignora, cuando no desprecia, el paisaje, el paisanaje y el “saboraje”  como referentes de una identidad irrenunciable para no diluirnos en un mero mercadeo de las emociones.



(@suarezgallego)

Publicado en Diario JAEN el domingo 9 de diciembre de 2012.

jueves, 22 de noviembre de 2012

El instinto de felicidad





     Para el biólogo teórico Faustino Cordón Bonet (Madrid 1909-1999) la alimentación es un pilar fundamental de la biología evolucionista; hasta tal punto que, en su opinión, el hecho de preparar los alimentos para ser ingeridos es lo que determinó la línea de partida para que el hombre comenzara a distanciarse de los escalones inferiores que le preceden en el proceso evolutivo. En su ensayo Cocinar hizo al hombre (Ed. Tusquets. 1979), Cordón Bonet afirma: "Tengo la convicción de que la primera y más trascendental consecuencia de la actividad culinaria hubo de ser la palabra, esto es, nada menos que el cambio cualitativo del homínido en el hombre".

     El ser humano ha sublimado la necesitad vital de alimentarse en dos consecuencias que, aún aparentando antagonismo, se complementan íntimamente: De un lado la Dietética y la Nutrición, en las que prevalecen los aspectos médicos y el concepto de ciencia al uso; de otro, la noción de Gastronomía, tradicionalmente relacionada con aspectos más lúdicos, artísticos y hedonistas, desde que el jurista y diputado francés Jean Anthelme Brillat-Savarin (Belley 1775- Saint Denis 1826) la definiera como tal en su libro La fisiología del gusto (1825), en el que llegó a afirmar que “El descubrimiento de un nuevo plato hace más por la felicidad de la Humanidad que el descubrimiento de una nueva estrella.” Savarín elevó la gastronomía a la consideración de un arte al asignarle la décima musa: Gasterea.

     Bien es cierto que mientras los aspectos médicos de la alimentación enraizaron en el mundo académico a través de la metodología científica, los aspectos gastronómicos no corrieron igual suerte, quedando relegados al ámbito cotidiano -y menos pomposo- de los fogones. En la actualidad hablar de dieta sugiere, indefectiblemente, la necesidad de un acto médico; hacerlo de menú gastronómico nos aproxima al mundo de los sentidos, a la esfera del placer, a través del arte de comer bien, que no siempre transita paralelo a la ciencia del bien alimentarse. Siendo la acción culinaria el origen de ambos efectos, la percepción que del mismo obtenemos no es otra que una bifurcación entre la necesidad que el ser humano tiene de nutrirse para vivir, y la misma necesidad de alimentarse procurándose placer con ello. Es el llamado instinto de felicidad, al que hacía referencia André Maurois (Paris 1885- Normandía 1965), que sublima las aspiraciones del ser humano, siempre en pugna con el instinto de supervivencia que lo mantiene vinculado a su irrenunciable cualidad de animal.

En una palabra: Gastrosofía en estado puro.

(@suarezgallego)

domingo, 11 de noviembre de 2012

Romper fronteras o tender puentes





Fotografía de Richard Pullar


Comer es, ante todo, un derecho que se ejerce de forma desigual en este mundo cruel que soportamos, en el que la mitad de los humanos se muere de hambre vergonzante, y la otra mitad se come su vergüenza buscando en los contenedores algo que llevarse a la boca, o ahoga el colesterol de su opulencia deshojando la margarita para decidir qué dieta adelgazante ha de comenzar el próximo lunes, como otros tantos lunes del año.

Comer mal es una soberana temeridad. Injusta para aquellos a los que les falta el condumio; revestida de estupidez para aquellos otros a los que les sobra la diaria pitanza. En definitiva: Comer bien es, sobre todo, una obligación apoyada en la justicia y la sensatez.

El gran Antonio María Carême (1784-1833), el francés que es tenido en la Historia como "el cocinero de los reyes y el rey de los cocineros", inventor en su juventud del merengue y los crocantis, escribía a propósito del desplome del Imperio Romano, y de cómo se apagó allá en el siglo V ante las venerables barbas de San Crisóstomo, toda una civilización que había dominado el orbe conocido: "Cuando ya no hubo cocina en el mundo, tampoco hubo literatura, inteligencia elevada y rápida, ni inspiración, ni idea social". Fue el momento en el que Atila entró a saco con los "hunos", y los “otros” también, en la vieja Europa, y el buen comer, con sus entresijos culturales, hubo de refugiarse en las cocinas de los conventos y pasar la noche  del Medievo.

Hoy por hoy, a las puertas de un nuevo Medievo, tenemos poetas que canten nuestra cultura; músicos que le pongan ritmo y compás; artesanos de primera; aceituneros altivos que trabajen el tajo olivarero; empresarios avispados; políticos toreros que dan capotazos a diestro y siniestro; filósofos de taberna que siguen buscando el sur;  guisanderos afamados;  gourmets empedernidos...

Afortunadamente también contamos con una  nueva generación de emprendedores que tiene muy claro que más que romper fronteras hay que tender puentes. No se trata de irse, sino de asegurarse el retorno con el pan debajo del brazo.


(@suarezgallego)

Publicado en Diario JAEN, el domingo11 de noviembre de 2012







martes, 30 de octubre de 2012

...Y el vivo a la hogaza: A propósito del día de Todos los Santos, y sus gachas dulces.







Hay quien ha dicho, con cierto sentido burlón, que "la vida es una aventura de la que nadie sale vivo", asociando el hecho de irse al "otro barrio" con la única circunstancia vital que no tiene remedio, morirse. Tal vez sea por ello por lo que, sabiendo de antemano el desdichado final de tal aventura, tratemos de dilatarla en el tiempo todo lo que sea menester y hacerla lo más llevadera posible, pues por mucho valle de lágrimas que aquí tengamos son muy pocos los que quieren irse, que de todos es sabido que "como la casa de uno no hay ná".

            Decía Paco "el roso", así apodado por llamarse Rosa su madre, viejo filósofo del terruño, de esos que saben echar las cabañuelas y cubicar desde lejos la cosecha de aceitunas por el color del olivar, decía, repito, de forma tajante y definitiva, que de esta vida sacarás panza llena y nada más, y había veces que el adagio lo picardeaba aseverando que de esta vida sacarás lo que metas y nada más. Y debe llevar razón cuando, curiosamente, el primer refrán que sentencia Sancho Panza en El Quijote (capítulo XIX), en una aventura que recuerda el traslado de los restos de San Juan de la Cruz desde Úbeda a Segovia, es aquel que en boca del buen escudero suena así:"...y, como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza".
  
            Llegando el primer día del mes de noviembre, es tradicional que nos acordemos de todos los que se nos fueron para siempre, pero... sin perder de ojo la hogaza. En prácticamente todas las villas y ciudades del Reino de Jaén han existido las antiguas Hermandades de las Animas, cuyo cometido no era otro que recaudar fondos para sufragar las misas y los rezos que hicieran posible que las almas en pena encontraran la paz eterna. La noche de tránsito desde el día de Todos los Santos (1 de noviembre) hasta el día de Todos los Difuntos (2 de noviembre) es el tiempo propicio para que los vivos se enteren del descontento de sus muertos, pues no es menos cierto que muchas de las hogazas que se comen algunos vivos, se han amasado con los sudores de algunos de sus muertos, y a veces contra su voluntad. Plantearse eso de noche, mediado el otoño, cuando las mariposas de luz, ancestrales luminarias, nadan en el tazón sobre el aceite dibujando tenebrosas sombras, siempre suscita algún que otro remordimiento, cuando no mucho canguelo, pues si bien es cierto que nadie ha vuelto del otro sitio, cualquier día puede ser el primero, como bien decía la tía Jesusona como purga de su alma y general susto de los niños que la oíamos.

            En Baños de la Encina es tradicional que para esas fechas los hombres abandonen el pueblo pasando la Noche de los Santos en el campo, junto a un fuego, en un chozo de la sierra, o en alguna pequeña cortijada. Según me contaron, durante una noche que también "fui de Santos", tal circunstancia es debida al hecho de que desde siempre y durante esos días las campanas de la iglesia no paraban de tocar a muerto, lo que creaba el normal desasosiego y la consabida congoja de ánimo. El mejor remedio, empinarse un medio (medida tabernaria para el medio litro de vino que se expendía en las clásicas botellas labradas de anís), lejos de tan lúgubre sonido, con alguna que otra engañifa de cerdo. Mientras tantos las mujeres acudían a las misas pertinentes, preparaban gachas dulces de harina con tostones de pan, y miel o leche caliente según el gusto del lugar. Los niños, como broma, les echaban trozos de corcho que los más viejos confundían con el pan frito, y con la masa sobrante tapaban los ojos de las cerraduras de todas las puertas y candados de la casa, para que ninguna alma en pena, errabunda en la eternidad, pudiera entrar en ella.


RECETA DE LA GACHAS DULCES

Ingredientes: Medio kilo de harina de trigo, medio litro de aceite de oliva picual virgen, una cucharadita de granos de matalahúva, un cuarto de kilo de azúcar, 2 litros de agua templada aproximadamente, y miel o leche caliente para acompañarlas.

Preparación: Desahumamos el medio litro de aceite en una sartén honda,  friendo luego en él unos cuarenta trocitos de pan duro para hacer los tostones. Cuando estén dorados se sacan y se dejan escurrir sobre un papel absorbente. Este aceite lo colamos y limpiamos la sartén para que no queden migas de pan frito. Vertemos en ella siete cucharadas soperas del aceite que hemos colado junto a una cucharadita de granos de matalahúva y el medio kilo de harina, la cual freímos, sin que llegue a tostarse, para que pierda el sabor a cruda. A continuación echamos un litro de agua caliente poco a poco para que la vaya absorbiendo la masa de harina mientras la vamos moviendo con la rasera, procurando que no se hagan grumos. Sabremos que ya están listas cuando forman un cuerpo pastoso y uniforme. Entonces agregamos los tostones, la  miel o la leche caliente azucarada.


(@suarezgallego)

viernes, 26 de octubre de 2012

Homo homini lupus





Recurro al latín para ponerle título a este artículo por la concreción semántica que permite esta lengua clásica. No hay en ello el más mínimo “animus eruditandi”, pues bien advertido que me lo tiene, desde su gramática parda, mi buen amigo el Caliche: “Citas latinas, corral de pamplinas”. Digamos, yendo al grano, que con “homo homini lupus” no pretendemos otra cosa que incidir en el consabido aforismo el hombre es un lobo para el hombre.
Ya Juan Ramón Jiménez ironizaba al respecto en “Platero y yo”: ¡Si al hombre que es bueno debieran decirle asno! ¡Si al asno que es malo debieran decirle hombre! Yo mismo me negué hace años a tener un perro al comprobar que todo chucho acaba pareciéndose, tarde o temprano, a su amo. Mi respeto hacia ellos me ha llevado a evitarle a alguno el castigo inmisericorde de servirle de inexcusable espejo donde mirarse, amparándome, también, en que la sabiduría popular esto lo ha tenido siempre claro: Viendo al perro del cortijo, se sabe como es el cortijero.
De la misma forma que el pobre de Gregorio Samsa –el protagonista de “La metamorfosis”, de Kafka-- una mañana, tras una noche de un sueño intranquilo, se despertó en su cama convertido en un monstruoso insecto, viviendo a partir de ahí en sus propias carnes el abandono paulatino de su familia hasta morir por inanición, algunos animales acaban transformándose en réplicas de sus amos, y pagando por ello las consecuencias de los desmanes y tropelías de aquellos. ¿Quién no ha sentido alguna vez la malvada tentación de darle una patada clandestina al perro de quien nos cae mal, ante la imposibilidad, o cobardía, de dársela a él mismo?
Hace tiempo tuve un vecino que todos los días, al cruzarnos, emitía un gruñido a modo de saludo matutino. Nunca abandoné la esperanza de que su perro, que invariablemente lo acompañaba, acabaría, con el tiempo, respondiendo a mis “buenos días” como un ser humano educado, por una mera cuestión de afinidad entre especies. No fue así. Con los años, aquel pequinés mal encarado, gruñía exactamente igual que lo hacía el desagradable de su amo.
Desde entonces espero que el lobo que todos llevamos dentro devore sin piedad a quienes abandonan en el abismo de la soledad completa a los que por ser viejos, pobres o marginados nos estorban en la conciencia imposible de nuestros intereses más egoístas.
¡Perro hombre! ¡Hermano lobo!

@suarezgallego

miércoles, 17 de octubre de 2012

La revolución de la fregona





He oído decir a muchas venerables abuelas, sobre todo de pueblo, que la liberación femenina comenzó   el mismo día que se inventó la fregona, a finales de la década de los años cincuenta del pasado siglo.

Fue entonces cuando “la mujer de su casa” –de profesión sus labores, como se hacía  constar en el carnet de  identidad-- dejó de fregar el suelo hincando las rodillas, para hacerlo de pie;  manteniendo erguido no sólo el cuerpo, sino el talle de su dignidad, porque desde siempre eso de arrodillarse ha tenido connotaciones, más o menos piadosas, de humillación, vasallaje y sumisión.

La fregona, con su palo a modo de vara de mando,  su mocho y su cubo con su cestillo escurridor --invento de un español, por cierto--, vino en aquellos años a poner en marcha una revolución doméstica en el mundo femenino, a la que la tradición y las “buenas costumbres” la habían tenido tirada por los suelos, trapo en mano y cubo en ristre, para tener la casa como los “chorros del oro”, y no ser objeto de críticas maliciosas por parte de sus propias vecindonas, mujeres también que tampoco se libraban de andar tiradas por los suelos, ni de ser reprendidas por  maridos malcriados en el más denigrante machismo de  la época. La mujer, tirada en el suelo, rodillas en tierra, en un principio, y agarrada al palo del mocho de la fregona después, no sólo le sacó brillo al suelo de su casa, sino que acabó viendo como se reflejaba en él la geometría irrenunciable de su dignidad.

Ciertamente hay inventos, como éste, que no han servido para que el hombre llegue a la Luna, pero sí para poner en órbita el respeto incuestionable hacia la condición de mujer, sea cual fuere la época. Aunque  la fregona, como todos los acontecimientos históricos, sigue teniendo sus revoluciones pendientes. En este caso, la mujer, pese a fregar erguida, lo sigue haciendo con  agua sucia.

             La realidad es que, paradójicamente, muchas mujeres, durante el medio siglo de existencia de la fregona, han sido agredidas con el mismo palo que sustenta el paradigma de su dignificación. Evidentemente, sólo con tecnología no se hacen las revoluciones.

(@suarezgallego)

lunes, 15 de octubre de 2012

Utopías de cartón piedra y atrezo




Al final nos vamos enterando de qué estaba pasando cuando los políticos de turno nos estaban vendiendo utopías de cartón piedra, mientras los financieros nos iban ajustando las cuentas del Gran Capitán: Estaban haciendo de la democracia un objeto de atrezo teatral.

 "Nosotros el pueblo" –que así, precisamente, da comienzo el preámbulo de la constitución del país de Obama-- pasamos sólo cada cuatro años por los colegios electorales, mientras que "ellos los financieros" nos “han pasado por la piedra” cada instante de nuestras vidas. Nos venden y nos administran desde lo más real de ella, hasta la vida virtual que nos montamos para huir de la puta realidad. Nos venden y nos cobran desde la vivienda que nos cobija, hasta la pasión por el  futbol, o el morbo del “chinchorreo rosa vómito” de la telebasura.  Los financieros  afianzan  su poder económico con el pan y circo de una sociedad esquilmada esperando obtener así el beneplácito popular en las urnas, mientras que los políticos consienten y defienden la democracia virtual para obtener los favores  de los financieros y de este modo no perder –o volver a ganar-- las elecciones, y la poltrona.
          
            ¡Es una vergüenza que los contables dirijan el mundo! Pero aún así habrá que seguir mimando la Democracia. Su alternativa autocrática, amén de impresentable, es execrable y harto peligrosa.

Winston Churchil, quien en tiempos muy difíciles le dijo a los británicos: «No tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor», lo dejó bien claro: «Cuando llamen a la puerta a las seis de la mañana, hemos de seguir teniendo el pleno convencimiento de que sólo puede tratarse del lechero»

Harina de otro costal será el que la central lechera sea de una multinacional, y el que la ubre de la vaca que tal leche dio se encuentre hipotecada  hasta los cuernos. Siempre consuela pensar que la Utopía no ha muerto y que la leche agria, pese a todo, puede comercializarse como yogurt e idealizarse en el tradicional y exquisito requesón que genera la mala leche. 

(Publicado en Diario JAÉN, el domingo 14 de octubre de 2012)

@suarezgallego

jueves, 11 de octubre de 2012

La teoría del duende en la liturgia del tapeo




Ilustración de Fabián Suárez

Se ha dicho, y lo he visto puesto en boca de algunos ilustres gastrósofos, que "hay que comer poco y bueno, pero de lo bueno mucho", reflexión que en su aparente contradicción nos introduce de lleno en el eterno dilema de si predomina en nuestros gustos más la calidad de lo que ingerimos que la cantidad de lo que --como suele decirse—“nos metemos entre pecho y espalda”; o por el contrario preferimos llenar el estómago antes que satisfacer el paladar. Comer, a los hechos me remito, es mucho más que la mera acción de ingerir alimentos.
Los franceses esta cuestión la han resuelto definiendo dos vocablos que están amparados por una notable tradición gastronómica: el “gourmet” es aquel a quien le gusta comer bien, el sibarita de toda  la vida; mientras que el “gourmand” es quien disfruta comiendo mucho, el glotón, el tragón que llamaríamos por estas tierras.
La tapa en sí misma encierra por definición una pequeña porción de comida. Ya Cervantes, en El Quijote, hace referencia al hecho de tomarla antes de las principales comidas del día como llamativos. Es decir, la que llama y excita la sed para beber --que él denominaba la colambre--: “Si vuestra merced quiere un traguito, aunque caliente, puro, aquí llevo una calabaza llena de lo caro, con no sé cuántas rajitas de queso de Tronchón, que servirán de llamativo y despertador de la sed, si acaso está durmiendo.” (El Quijote; parte II, capítulo 66). Quevedo, por su parte, les daba el nombre de avisillos, en diminutivo, pues no en vano avisaban en su pequeñez de la proximidad de la hora de comer en toda regla.
Debemos ver el tapeo como algo más que la réplica hispana –andaluza por excelencia-- a la forma de comer rápido que nos impone el actual ritmo de vida en las grandes ciudades, donde lo urgente es llenar la andorga cuanto antes para satisfacer la necesidad fisiológica de ingerir alimentos. La acción de tapear, del buen tapeo en el que  impera la calidad, pone de manifiesto una forma de vida en la que se comparte el espacio --a veces estrecho como un abrazo-- de la barra o el mostrador tabernario, en el que un codazo de proximidad se contesta casi siempre con una sonrisa, y se hacen oídos sordos ante la llamada del tiempo cuando se improvisan tertulias desde la libertad,  la sabiduría y el respeto.
Fue un andaluz universal, Federico García Lorca, quien en su ya famosa conferencia sobre la “Teoría y juego del duende” (Buenos Aires y La Habana, 1933) nos recordó que todo artista cada vez que sube un peldaño en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel que guía y deslumbra, ni con una musa que huele a la fragancia de los laureles falsos. Los grandes artistas del sur, --de esta tierra sin ir más lejos--, ya canten, ya bailen, ya pinten o ya toreen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende.
La elegancia del tapeo, del arte de tapear, reside en la estética de su rito, apoyados en el balcón de la vida, que en eso y no en otra cosa se convierte el mostrador de una taberna cuando el duende se nos cuela en la cocina y hace de la gastronomía en miniatura --que son las tapas-- unas efímeras obras de arte, hechas para exaltar emociones de sabores más que para saciar simplemente el hambre.
García Lorca es poéticamente contundente al respecto: “La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso”.
No es casualidad, pues, que tanto a los fieles que acuden a la iglesia para oír misa, como a los clientes que van asiduamente a la taberna, se les denomine parroquianos. Tal vez por el entusiasmo religioso que el duende despierta en todas las “parroquias”, las de perdonar los pecados, y las de olvidar las penas, que por algo será que en ambas, cuando acude el duende, se bendice el vino y se reparte el pan,  y llegado el caso, hasta se obra el milagro de la rosa recién creada en la magia de la liturgia y la palabra del Tapeo.

Publicado en el nº 5 de la Revista La Tregua, febrero 2011
(Twitter: @suarezgallego)

miércoles, 10 de octubre de 2012

Pepe Luchana, guarromanense por los cuatro “costaos”




José Díaz (izq) con el autor junto al busto de Pablo de Olavide en Guarromán (año 1995)
Con mi amigo Pepe Luchana, José Díaz de la Plaza en los papeles oficiales, compartí durante muchos años, y algún que otro día, la “hora de la deshora”, que no es otra que ese momento mágico en el que dos copas de vino, con tertulia de por medio, marcan el impreciso límite donde es demasiado pronto para llegar tarde, y demasiado tarde para llegar pronto a comer. Es ese soplo sublime cuando el día pone la proa hacia la tarde y se va borrando la estela de todo lo que el día ha dado de sí en la mañana. ¿Quién ha dicho que los mostradores de las tabernas no son los balcones abiertos de par en par al precipicio de nuestras almas, que es el vivir?
            A Pepe Luchana, siendo un chiquillo, le pusieron un cajón vacío de botellines de cerveza para que alcanzara al fregadero y pudiera lavar los vasos en una taberna como aprendiz de tabernero. Era su primer trabajo en unos tiempos en los que lo único que se despachaba gratis era la esperanza en “algo mejor”. Esperanza surgida en los comienzos de los años cincuenta de  la desesperanza con la que vivieron las gentes de los años de la dura década anterior.
            Mi amigo y contertulio Pepe Luchana, a quienes los buenos camareros de hoy en Guarromán, como el inefable Parrita, le seguían llamando familiarmente “Tito Pepe”, se  metió en política mucho antes que el ínclito, y ya extinto, Pio Cabanillas, diera una magistral clase de ciencias de la cosa pública ante el incierto recuento de las urnas: “¿Quiénes hemos ganao?”. Y como era de esperar, Pepe Luchana, siempre fue de los que perdieron. Después de veintidós años de concejal salió de la política harto de “cornás”; las unas de los tirios, las otras de los troyanos, pero ni los galgos ni los podencos le quitaron la querencia de seguir colaborando con su pueblo. Y fue un buen presidente de la Unión Deportiva Guarromán; fue un excelente presidente –posiblemente el mejor-- de la Peña Flamenca Fuentecilla, un buen corresponsal deportivo de Diario JAEN durante mucho tiempo, y un buen guarromanense en todo aquello en lo que estuviera Guarromán y sus gentes de por medio.
            Pepe Luchana, en los años sesenta de siglo pasado, cuando todo el mundo tuvo que emigrar a las grandes capitales, fue uno de los que se quedó en su pueblo con la incierta encomienda de mantener el fuego encendido y la casa limpia para recibir cada verano con una sonrisa, y como el mejor anfitrión, a los que  retornaban cada año.  Mantuvo y sacó adelante una familia de siete hijos, una empresa local de distribución de bebidas, y una empresa textil en la que sobrevivieron treinta puestos de trabajo hasta que la dura competitividad  de los países orientales emergentes la devoraron.  
            Recuerdo haberle oído decir en una de sus muchas tertulias: “A correr, el galgo le gana al mastín, pero si el camino es largo, el mastín le gana al galgo”. Y percibo ahora, cuando concluyo emocionado estas líneas, que el mastín corredor de fondo que  José Díaz de la Plaza, el guarromanense de bien Pepe Luchana, siempre llevó dentro sigue corriendo sin haberse dado por vencido. Descansa en paz amigo luchador. Irse ligero de equipaje siempre ha sido el gran triunfo de los perdedores.

(Twitter: @suarezgallego)  

martes, 9 de octubre de 2012

El sueño de los monstruos produce sinrazones





El genial Francisco de Goya intuyó como nadie el turbulento mar donde suelen desembocar las tormentas metafísicas de los espíritus innovadores. En uno de sus tenebrosos caprichos nos dejó escrita a los pies de un ilustrado durmiente una de sus demoledoras moralejas: "El sueño de la razón produce monstruos".
A los sueños ilustrados del equipo reformista del anoréxico Carlos III, a quien pintara Goya apoyado en su escopeta sin otra compañía que su real perro faldero, le seguirían las pesadillas de los cortesanos de Carlos IV, a quien también pintara Goya con aspecto bulímico de real tragapanes rodeado de toda su bobalicona prole. La diferencia que existió entre los ilustrados de Carlos III y los de su hijo Carlos IV, es que mientras los primeros trataron de iluminar el siglo XVIII con el gas inflamable de la Ilustración --“todo para el pueblo, pero sin el pueblo”--, los segundos sofocaron este incendio con el pavor que les provocó la guillotina de la Revolución Francesa. Los resplandores del mortífero brillo de su cuchilla al llegar a la Puerta de Alcalá carlosterceriana decoloraron de miedo sus empolvadas pelucas al grito reprimido de "¡Ilustración sí, pero menos!" –traducido por: “mucho cuidado con lo que se le da al pueblo”--. Aquella historia acabaría cuando los nietos de los españoles que lloraban mientras Carlos III les quitaba su secular mierda del culo, recibieron en Madrid a Fernando VII, el rey más impresentable de todos los tiempos, al grito de "¡Vivan las caenas!"  – o lo que es lo mismo: “que le den morcilla al pueblo”--.
De Goya siempre me sorprendió su "Perro semihundido", cuadro en el que un chucho anónimo, tal vez descendiente bastardo de aquel que pintara junto a Carlos III, trata de sacar la cabeza por encima de unas difusas arenas amarillas. En estos días, cada vez que me siento frente al televisor y veo las últimas noticias de las polvorientas y desoladas zonas en guerra, me acuerdo inevitablemente del perro semihundido de Goya. Dicen los teóricos del pensamiento que la raíz última de todo este pretendido conflicto de civilizaciones hay que buscarla en el hecho de que la cultura islámica no tuvo un siglo XVIII donde sus ilustrados desligaran los talibanes de Dios de los talibanes del rey, de ahí que a su hambre y a sus miserias le sigan poniendo sempiternamente la bandera de la guerra santa, del mismo modo que sus enemigos del alma, aquellos norteamericanos que surgieron de los sueños ilustrados del siglo XVIII, al patriotismo constitucional de ”Nosotros el pueblo...” le sigan poniendo sus barras y estrellas imperiales.
¡Cuánto nos hemos matado los mortales en nombre de Dios! Sin percatarnos un ápice que al final, Saturno dios del Olimpo, como nos lo pintó Goya, acaba devorando a sus hijos. El sueño de la razón siempre produce monstruos, algunos de ellos tan feroces y sanguinarios como los que genera la sinrazón de los que en nombre de Dios mangonean desde el fanatismo el hambre y la miseria de los pueblos. Recuerdo que Bin Laden se doctoró en terrorismo con dólares pagados por la C.I.A. en los que piadosamente puede leerse: “In God we trust”: Confiamos en Dios.
(Twitter: @suarezgallego)

viernes, 28 de septiembre de 2012

Dí tu palabra y rómpete






“Retrospective Buddaha”, de Nam June Paik



He escrito alguna que otra vez que la televisión es mucho más convencional que la sociedad que la mira, de ahí que no sean mejores los que critican ferozmente a los programas en los que la gente se despelleja, vapulea y vilipendia sin piedad, que los que los siguen y hasta los defienden. Esta idea anda en sintonía con la que de forma más sesuda le he leído hace unos días  hace unos días al mejor cronista del malestar en USA, David Foster Wallace: “La televisión no es vulgar y lasciva porque la gente que compone la audiencia sea vulgar y lasciva. La televisión es así simplemente porque las personas suelen ser muy similares en sus intereses vulgares y lascivos, y ampliamente diferentes en sus intereses refinados, estéticos y nobles.

Los programas del despelleje, en el fondo, no tienen otro atractivo que poner de manifiesto a través de la morbosa necesidad que tenemos de curiosear, juzgar y fantasear  con las vidas ajenas, lo perra y anodina que es la existencia que solemos llevar tras la puerta de nuestra casa.

La vida, en definitiva, no es otra cosa que lo que le pasa a “uno mismo”, si bien hemos de aceptar de antemano que la mayoría de las veces “uno mismo” en realidad son “los otros”: los que viven en la casa de enfrente, los que se ven en la pantalla del televisor,  los que se oyen al otro lado del tabique de la salita, los que vemos hurgarse la nariz en el coche del carril de al lado mientras cambia el semáforo, o quien se nos sienta en frente cuando viajamos en el autobús de regreso a casa. Todos ellos conforman el colectivo anónimo sobre el que arrojamos cada mañana al levantarnos toda la mala baba que es capaz de producir la mediocre realidad cotidiana que arrastramos, o nos arrastra.

Claro está que viendo a tantos jóvenes sobradamente preparados mendigando por el mercado laboral puestos de trabajo “submileuristas”, últimamente se ofrecen los “cuatrocientoseuristas”, en los que hay que echar más horas que un reloj, no nos ha de resultar extraño que algunos de ellos se sientan tentados de tirar por el atajo del “famoseo del despelleje” ofreciéndose como carnaza televisiva para poder sacar el cuello. Hoy en día parecen tener más futuro los “platós” de TV que las aulas universitarias.

Someterse un rato a usa sesión de “telebasuraterápia” tiene de positivo que se acaba conociendo hasta al viejo Nietzsche: “Di tu palabra y rómpete”. Definitivamente, paisano, Darwin se equivocó: El mono es demasiado bueno para que descendamos de él.

(Twitter:@suarezgallego)

jueves, 27 de septiembre de 2012

Hambre, metafísica y gastrosofía




La comida del ciego. Picasso (1903)

La gastronomía, pese a que la palabra que la define cuente tan sólo con algo más de siglo y medio de existencia, es tenida hoy como un arte inmemorial. Cocinar, hablar y reír es lo que nos diferencia, según parece, de nuestros primos los monos. El sabio Platón, sin embargo, afirmó que la cocina, madre primigenia que nos engendró la gastronomía, no tenía la consideración de arte, y que en el mejor de los casos habría que considerarla como una simple costumbre arraigada, fruto del hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica y sin razonarlas, y cuyo objeto no era otro que procurarnos a los humanos el sustento diario.
 Platón, sin duda, no hizo otra cosa que definir de forma pragmática, y sin un ápice de pasión, los parámetros culturales de la cocina tradicional. Pero desde el respeto a sus venerables barbas, desde la reverencia a la eminente calva en la que se acuñaron los marchamos del pensamiento occidental, y desde la mucha querencia y respeto que le profesamos a las cosas del comer, estamos más por la labor de aceptar, sin más, que la cocina es el arte de elaborar los guisos de forma grata al paladar, mientras que la Gastronomía –con mayúscula-- es la ciencia de saber disfrutar de ellos con todos los sentidos, comenzando por el sentido común. Sin menospreciar al maestro Platón, nos ponemos al lado del pensamiento de Aristóteles cuando nos afirma en su Metafísica que “el principio de todas las ciencias es el asombro de que las cosas son lo que son”.
El estómago, que no entiende de filosofías, posee una memoria rencorosa y vengativa que nunca olvida los agravios del hambre. No entiendo, por ello, que a quien da de comer al hambriento le llamen “santo”, con veneración, y al que pregunta por las causas del hambre del hambriento, le llamen rojo, indignado o perroflauta, con bastante reconcomio. No resignarse a la injusticia del hambre ajena también es metafísica aristotélica y gastrosofía pura, por mucho que le moleste al terrorismo social que los mercados están ejerciendo desde el frenesí de su avaricia.

(Twitter: @suarezgallego)

miércoles, 26 de septiembre de 2012

La pipirrana del "Dos de oros"





Memorias de Tabertulia
Era Venancio Varea un zagalón cuya miopía le había librado de ir a servir a la patria con su quinta. Sus gafas, acusadamente redondas, atesoraban un sinfín de dioptrías en los muchos círculos concéntricos de sus cristales, lo que había hecho posible -según me contó él mismo- que se le conociera en su pueblo desde niño con el apodo del “dos de oros”. La similitud que los gruesos vidrios guardaban con las monedas del naipe homónimo de don Heraclio Fournier, hizo el resto a favor del sobrenombre.
En los tiempos de la leche en polvo y el queso americano, allá por los años cincuenta y pocos, cuando los mozos de su edad volvían licenciados de servir en África dispuestos a buscarse la vida, Venancio Varea abrochó la enorme correa que abrazaba su maleta de madera y dejó su pueblo -el nombre no viene al caso porque el pueblo de la desesperanza tiene siempre infinitos nombres-, y en el primer tren que salía hacía el norte probó por primera vez el sabor ácido a lejanía que destilan los filos cortantes de la palabra emigración.
Era Venancio Varea muy miope, pero voluntarioso en cumplir escrupulosamente con sus tareas, lo que hizo que llegara pronto a ser cartero en un pueblo de Álava, curiosamente próximo a la fábrica de los naipes que le habían dado el sobrenombre. Ironías de la vida, se dijo en más de una ocasión. Sea como fuere conoció a una buena mujer de Rentería, formó su familia, tuvo tres hijos, uno de ellos un notable médico hoy en Pamplona, y entre días lluviosos y multitud de caminos recorridos en bicicleta, fue haciéndose viejo entre caserío y caserío. Hizo amigos con los que tomar chikitos, compartir pinchos y entonar canciones de parranda cantadas en euskera, no teniendo en todos esos años otro dolor ni otro achaque que el estar lejos de su pueblo y de su tierra del sur.
Se jubiló no hace mucho, antes que Amaya -su mujer- lo dejara prematuramente viudo una sombría tarde de febrero. Solo, con sus gafas exageradamente redondas y de infinitos círculos concéntricos, con sus hijos instalados en sus vidas y en sus menesteres, regresó a su pueblo -el nombre no viene al caso porque siempre el pueblo de las esperanzas tardías ha tenido nombres imprecisos-.
          Algunas veces he ido con él hasta la huerta en la que pasó su infancia, hoy en manos de un sobrino. Y bajo el chozo de cañizo donde en el verano se refresca el botijo y anidan las avispas, cuando cae la tarde toma una cazuela de madera con casi tantos años como él, y en su fondo, con rabia, apretando la mano del mortero, machaca un diente de ajo con toda la parsimonia que el ritual requiere, y le va agregando, poco a poco, un hilillo de aceite de oliva hasta que toma cuerpo la salsa. Después añade los tomates, entre verdes y rojos, pelados y muy picados, y sigue majando. Agrega también un poco de picadillo de pimiento verde, no mucha sal, poco vinagre y más aceite. Y sigue majando mientras mira a lo lejos, donde se pone el sol cada tarde, y tras sus gruesos cristales naufragan dos lágrimas en los surcos de sus mejillas hasta caer en el fondo de la cazuela de madera. Una lágrima es amarga como el tiempo que se nos va en el suspiro que llamamos vida. La otra es agridulce, pues a pesar de los muchos años, Venancio Varea sigue siendo aquel "dos de oros" -zagalón casi cegato- que descubrió de niño el paisaje íntimo que cabe en el fondo inmenso de una cazuela de palo acunada en sus manos. Manos tan viejas ya como el mismo mundo, pero tan verdaderas como el pan que para mojar aceite acude tembloroso y torpe al plato. Manos tan entrañables y ciertas como la caña que, coronando el cuello de la botella, sigue repartiendo el vino a caliche entre sus amigos en paz y como hermanos.

martes, 25 de septiembre de 2012

Nos quedan los cuentos





A los hombres nos alumbran con cuentos, nos acunan con cuentos, nos amamantan con cuentos, y entre cuatro cirios de cuentos nos envían a una eternidad de ficción. Pese a todo, siempre he admirado a quienes los han escrito, porque en cada uno de ellos nos han dejado un  mensaje oculto: “La Historia no es más que la mentira encuadernada.”  
Los de mi generación, esos a los que ya nos va pesando la ceniza del tiempo en el bigote, de jóvenes creíamos a pies juntillas en la armonía y en la transparencia de las ideas y las cosas, y nos ha costado lo nuestro asumir que existe el mal. A sangre y fuego de desencanto hemos aprendido que existe la maldad gratuita; afición favorita de aquellos que le ponen zancadillas a la Historia –y a todo hijo de vecino-- sin beneficiarse en nada de ello. Ya nos lo decía Voltaire, con el fino sentido del humor dieciochesco con el que adornaba su pensamiento ilustrado: “Una de las mayores desgracias de las gentes honradas es que son cobardes”. Y este mundo actual, en el que las ideas también se han globalizado, parece estar hecho sólo y exclusivamente para chacales valientes
Escribir es, ante todo, un gusanillo como el que mataban, cada amanecer, con aguardiente "matarratas" los mineros de otros tiempos, sin ser conscientes que tarde o temprano ese gusanillo inofensivo acaba convirtiéndose en un dragón al que vencer, o, en el peor de los casos, en un espejismo por el que dejarse seducir. Es cuestión de cómo se administren las cobardías.
Nunca sabemos cuánto tiene uno, en cada momento, de san Jorge matadragones o de arañilla de quicio chinchorrera. Simplemente se escribe lo que se vive, y hasta lo que se sueña, ejerciendo más de “corresponsal de barra tabernaria” que de “corresponsal de guerra injusta”. Será por ello por lo que uno ya tiene asumido de sobra que nunca será un Pérez Reverte, por muchos “alatristes” que se conozcan con los que compartir el pan, el vino y el desencanto de cada día,
Lo decía también Voltaire: “Entre lobos, conviene aullar de vez en cuando”, tal vez porque la razón última de que la Historia nos haya perpetuado un modelo de persona honrada y necesariamente cobarde, estribe en el empeño que los inspiradores de todas las globalizaciones posibles han puesto para que nos creamos que sólo nos hacemos merecedores de la diaria ración de progreso y bienestar exclusivamente desde el silencio de los corderos. El “come y calla” con el que pretendieron vanamente amamantarnos a toda una generación, que pese a las cenizas del tiempo en el bigote, seguimos creyendo en la armonía y la transparencia como el mejor antídoto contra todos los que desde la maldad gratuita le siguen poniendo zancadillas a la Historia; y sobre todo a nosotros, pobres corderos aullantes, matadragones de cartón piedra y bonoloto semanal.
Pese a todo, uno añora los cuentos de la infancia en los que los malvados  nunca salían victoriosos y las gentes honradas, al final, eran felices y comían perdices.
Lo sé de buena tinta. El soldadito de plomo, que imaginara Hans Christian Andersen fundido de una cuchara vieja, en realidad perdió su pierna como un héroe en la Batalla de Bailén.
(Publicado en Bailén Informativo)

(Twitter: @suarezgallego)

lunes, 24 de septiembre de 2012

Dieta, mangueta y siete nudos a la bragueta




Fotografía de Andrzej Dragan



Memorias de Tabertulia


Mira, paisano, los avances científicos y tecnológicos de estos últimos tiempos nos han traído engendros gastronómicos como el vino sin alcohol, la leche desnatada, el jamón sin tocino, los yogures biomilagrosos, las angulas sin ojos, los  sucedáneos de mariscos, las sopas instantáneas, el caviar de plástico, los pollos hormonados, los dulces sin azúcar, el café descafeinado, el pan de chicle y la comida rápida “américan style”, tras la que –dicho sea de paso— se esconde toda una filosofía de la llamada “ingeniería histórica” por la cual los pequeños aconteceres de nuestras vidas –y el comer es uno de ellos-- han de encajarse de forma perfecta y anónima en el puzzle de los grandes sucesos de la Historia, siempre acordes estos con los intereses de quienes manejan las riendas del mundo.

Fíjate, paisano, que es a la hora de las comidas cuando los telediarios, entre cucharada y cucharada de sopa, nos hacen creer que nuestra anodina vida forma parte del devenir glorioso de la Historia, en una clara versión actualizada del viejo refrán “dame pan y dime tonto… pero con mucho kepchup”, al que el periodista norteamericano Walter Lippmann, ya en 1921, se refería al apuntarnos que el gran secreto para que la democracia funcione reside en la habilidad que sus dirigentes tengan para “fabricarse” el consentimiento de los ciudadanos. Votantes de diseño para escribir la Historia previamente diseñada, así sin más, paisano.

Es como si el neoliberalismo globalizado, creándonos nuevos sentimientos de culpa, pretendiera hacer de las dietas de adelgazamiento y de la presión fiscal unos eficaces instrumentos de control de las relaciones sociales, culturales, económicas y políticas de los ciudadanos. Esto no suena a nuevo, paisano, pues ya el médico Pedro Recio de Tirteafuera le amargaba  la vida al pobre Sancho Panza con una estricta dieta mientras ejercía de gobernador en la ínsula Barataria, hasta tal punto que le hizo exclamar al pobre escudero mientras huía del cargo: “Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre”.
   
De la teología contrarreformista surgida del Concilio de Trento, en tiempos de Cervantes, hemos llegado a la “teología de la nutrición” que padecemos en estos tiempos, donde desde un demencial “racismo estético” se nos ha declarado herejes a todos los que no damos la talla estándar por habernos abandonado a los placeres de la buena mesa sin  claudicar ante la hipocresía higienista de una sociedad ebria de postmodernidad.

Me aterra pensar, paisano, que llegado el caso se nos haga sucumbir ante el esquema vital que desde los poderes fácticos globalizados –incluido el religioso— se nos pretende aplicar, resumido en uno de los consejos ripiosos del médico del siglo XVII Juan Sorapán de Rieros: "Dieta, mangueta y siete nudos a la bragueta". Sobre todo cuando uno se entera, paisano, que la susodicha mangueta no es otra cosa que una cruel y vil lavativa.

(Twitter: @suarezgallego)

sábado, 22 de septiembre de 2012

José Tomás: Un poema con versos de escalofríos.




Memorias de Tabertulia



Uno, que no sabe de toros pero frecuenta los santuarios taurinos como si estuviera en una perpetua peregrinación para ganar el jubileo de lo cotidiano, tiene en ellos la oportunidad de ejercer de corresponsal de guerra durante los debates que se traen los taurinos y los anti taurinos, para terminar siempre haciendo crónica, como corresponsal de barra, de las orejas que le cortamos a la vida junto a un vaso de vino y al amparo de una  tertulia.

El pueblo del que soy cronista oficial, Guarromán, fue colonizado por alemanes allá en tiempos del  rey Carlos III, hace ya casi dos siglos y medio. Cuentan una historia, que sospecho falsa, pero que no me resisto a contarla: En los años cincuenta se encuentran el mayor filósofo alemán, Martín Heidegger, y el mayor filósofo español, José Ortega y Gasset. Pregunta el primero, con un punto de xenofobia: “¿Por qué hay tan pocos filósofos españoles?”. Responde el segundo, con un punto de ironía: “¿Y por qué hay tan pocos toreros alemanes?”.

Y a uno se le hiela la sangre de alimentar veletas cada vez que oye hablar de rescates y de vivir por encima de nuestras posibilidades. Los españoles  ante estas cosas somos lo que  decía Gabriel Celaya en unos versos:

Soy ibero
y si embiste la muerte,
                                               yo la toreo.

Lunes Santo. Media tarde. En Guarromán ha llovido y el sol se debate entre rizos de nubes y olivos. Estamos en el bar. Llega el maestro José Tomás. Le estrecho la mano.
--Maestro, tiene usted las manos frías –le digo--. Sonríe.
--Y usted, maestro, el bigote  blanco. –Me dice—
--¡Cosa de los años! En él se me ha  ido quedando el miedo hecho  espuma. --Le respondo-- 

     Compruebo que es cierto: El maestro José Tomás no huele a ciprés. Aunque su presencia es un poema con versos de escalofríos.



(@suarezgallego)
 

viernes, 21 de septiembre de 2012

Los sabores de la Historia





Brindis, de Fernando Botero.

A la cocina desde sus raíces populares, y a la gastronomía desde sus aspiraciones intelectuales, se les ha  tenido siempre como las cenicientas del acervo cultural, tal vez por la resistencia que ha mostrado siempre lo que podríamos denominar como la oficialidad culta a reconocerle una mínima pátina de Cultura (con mayúscula) a todo lo que huela a lúdico y popular.

 Los motivos habría que buscarlos en la herencia judeocristiana que nos presenta la vida como el valle de lágrimas al que hemos venido a sufrir, donde todo lo susceptible de producir placer, como dice la canción, o es pecado, o está prohibido, o engorda. Es la sempiterna confrontación dialéctica del hedonismo “pecaminoso” versus la penitencia “jorobante”, que sirvió de coartada durante tanto tiempo a quienes en aquellos años en los que éramos aguerridos reclutas de la “reserva espiritual de Europa” se nos justificaba la falta de agua caliente en los cuarteles y en los internados diciéndonos que ducharse con agua fría era cosa de hombres.
           
La gastronomía tradicional, en estos días en los que la oferta turística es cada vez más amplia y competitiva, y la motivación de los viajeros para elegir un destino puede deberse a atractivos singulares y propios de la cultura de cada territorio, reclama su papel como patrimonio cultural en el que los sabores acuñados en los fogones anónimos de nuestra historia compiten en legitimidad cultural con los paisajes renacentistas perfilados por Vandelvira, por poner un ejemplo.

El “gastronómada” sabe que los sabores  como los paisajes no viajan, de ahí que vaya impertérrito en su búsqueda, dibujando en cada uno de sus pasos la geometría que define eso que se ha dado en llamar el turismo de interior, en las antípodas de la tumbona y el chiringuito playero.

Sólo nos queda que nuestros hosteleros conciban la oferta de la gastronomía tradicional con los mismos planteamientos de rigor y de autenticidad con los que se viene ofreciendo el patrimonio monumental. Será entonces cuando podamos descubrir en todos sus matices la emoción que produce desgranar los sabores que encierra cada paisaje. A fin de cuentas la gastronomía tradicional no es otra cosa que la Historia (con mayúscula) que puede paladearse.

(Twitter: @suarezgallego)

lunes, 17 de septiembre de 2012

"Pitas, pitas..." La milana bonita y la esperanza sin Esperanza.






Publicado en diario JAÉN el domingo 28 de marzo de 2010.


Hace pocos días el maestro Miguel Delibes nos ha dejado, que no muerto, sin que sus manos nunca se hayan quedado quietas ante el blanco absorto de una cuartilla muerta. Nadie como él nos ha sumergido en la España de la humillación, tan magistralmente descrita en su novela “Los Santos Inocentes” (1981). Milana bonita, milana bonita, dicho por el viejo Azarías, siempre me ha parecido una consigna. Una palabra mágica como el ábrete sésamo que mueve  la piedra tras la cual Alí Babá y sus cuarenta ladrones esconden su botín. Delibes hizo de la milana bonita la brújula del compromiso con los humillados. No sólo en Extremadura, paisaje donde se desarrolla su emocionante narración, sino en todos los paisajes en los que perviva un señorito Iván y una Señora Marquesa.

Cuando Francisco Rabal recibió en el Festival de Cannes (1984) el premio a la Mejor Interpretación ---que compartió con Alfredo Landa-- por su papel de Azarías en la película de Mario Camus basada en la obra de Delibes, a pesar de la prohibición de que los galardonados hablaran, en un acceso de espontaneidad, se acercó al micrófono, y sin dudarlo, susurró: "¡Milana bonita!", arrancando una gran ovación en el público, que siempre he interpretado como una muestra de solidaridad con los humillados, ratificándome en el presentimiento que siempre tuve de su  valor como consigna.
  
A los andaluces, más que nos pese, se nos ha estereotipado hasta la saciedad por los cuatro costados que delimitan el prisma cultural que somos, hasta tal punto que ya resulta tópico hablar de los tópicos que atenazan la cultura andaluza: Cante, toros, vino, holgazanería, subsidio y… el duende que subyace en el suspiro integrador de todos ellos.

Ante el pitas, pitas de doña Esperanza Fuencisla Aguirre y Gil de Biedma, marquesa de Murillo, y nieta del conde de Sepúlveda, y de los esfuerzos de don Francisco Javier Arenas Bocanegra por “defender” la dignidad de los andaluces ante la mala baba de su jefa política, sólo se me ocurre invocar el milana bonita, milana bonita de Azarías.

(Twitter: @suarezgallego)