viernes, 31 de agosto de 2012

Viaje a los ojos del horizonte.




Memorias de Tabertulia

El paso del tiempo irremisiblemente nos va curando de las secuelas de la juventud. Tomamos conciencia de ello cuando el alma de andar por casa nos pardea, más por el humo de las mil batallas que a trancas y barrancas le hemos ido perdiendo a la vida, que como fruto de la inquina, alevosía y empeño que ponemos en ser literalmente malos. A lo más que llegamos, con mucho empeño,  es a cometer pequeñas mezquindades, que puestos a no ser malpensados son más causa de sonrojo que motivo de condena al fuego eterno.            
Pero tiene la juventud, además de los bolsillones en los que caben todas las banderas tremoladas por las manos más abiertas de nuestro cuerpo, la virtud de destilarse sólo en el aguardiente de los buenos recuerdos, que más que matar el gusanillo mañanero lo atontolina para que nos aguante un día más.            
Era Braulio Cañadas, a quien llamaban Caldibaches, carne de cortijo y de surco. Maestro en atinar pedradas con honda al lomo de las cabras descarriadas desde una gran distancia; sobre todo a la Lechuguina, que no había piedra en la sierra que no llevara su nombre escrito. Cabra tozuda como una mula, que según él, por una teta daba leche y por la otra  pólvora, pero sin saber nunca a ciencia cierta por cuál de las dos habría de salir el fogonazo.  
Me enseñó aquel medio gañan y cabrero, en los veranos de mi adolescencia, a liar cigarros con tabaco de petaca y a que no se me salieran los ojos cuando tosía mientras me los fumaba. Tal vez fuera por ello por lo que, desde el día que le dimos tierra en el pequeño cementerio de su pueblo serrano, y unas lágrimas apagaron el cigarro que me fumaba por reprimirlas, no volví a ponerme otro entre los labios.            
No quiso Dios darle hijos a Caldibaches  y a  Quiteria, su mujer,  pero les regaló a todos nosotros, niños criados en la ciudad con modos de señoricos y con instintos montaraces, que los veranos y fiestas de guardar acudíamos a la sierra, y lo mismo le azuzábamos el perro a sus cabras para darles una "corría" por el prado, que le sacábamos el agua del pozo a Quiteria a cambio de una fuente de rosetas con azúcar. Y como no habían salido nunca de su terruño, ni él tuvo que hacer el servicio militar por haberle tocado la polio la pierna izquierda, nunca habían visto el mar.  
Con el primer coche que nos brindó el progreso en los comienzos de la década de los setenta, la sabiduría temeraria que dan los veinte años, y el especial cariño que le teníamos a tan singular pareja, nos los llevamos a que conocieran el mar de Salobreña en plena primavera. Y provistos cada uno de ellos de un corcho de botella de vino, apretado en una de sus manos para, según decían, evitar el mareo que provocaban las muchas curvas del Puerto Carretero, del Zegrí, y otras muchas de otros muchos puertos de entonces, Caldibaches, con el sombrero de ir a las bodas y a los entierros de los parientes cercanos, con tal ánimo y de tal guisa, y algunas horas de camino, dimos en la tranquilidad de las solitarias playas de Salobreña.  
Quedóse el cabrero a unos metros de la orilla, y remiraba el horizonte una y otra vez, mientras Quiteria hacía lo indecible para que la brisilla juguetona no le levantara el sempiterno vestido negro de todos sus lutos. Y después de mucho meditarlo, Caldibaches sentenció: "Sabéis que sus digo, que aquí no jaze temperatura como pa que el agua esté jirviendo". Y remangándose los pantalones, quitándose los zapatos y los calcetines, y de cuatro "cojetás", se metió en la espuma de las olas, y desde ella nos gritaba "¡Lo veis, es verdad, el agua del mar jierve estando fría y no quema!"             
Quiteria, ante tal temeridad le gritaba mientras ponía orden entre la brisa y su vestido levantisco: "Braulio, no seas loco. Te vayas a ajogar y pa que queremos más". Y  Caldibaches, ajeno a todo, tiraba piedras de contento al infinito de las aguas, intentando alcanzar el horizonte. La cabra Lechuguina, que no la trajimos con nosotros evidentemente, libró por esta vez su lomo de todas las piedras que su particular cabrero tenía a su alcance. Quiteria consintió comer pescaillos fritos junto a la playa, aunque nos confesó que “donde se ponga el rin-ran, como me enseñó a hacerlo mi madre, que era de Cazorla, con sus ajos majaos y sus cominillos, sus patatas, sus pimientos choriceros, su aceite de oliva y sin más pescao que el bacalao esmigao, como Dios manda, que se quiten todos los pescaos que viven en aguas que jierven sin calor, que eso parece cosa de locos y cómo no va a ir el mundo como va, perdiíco del tó.”           
Cada verano, la primera vez que hundo los pies en la orilla de la playa, meto en el agua el corcho que entonces libró al bueno de Braulio de todos los mareos de ir a conocer el mar, y que me regaló como recuerdo de tan extraordinario viaje. A veces me parece oírlo gritar al sur de las burbujas. Son cosas de la edad, me digo. Compruebo, efectivamente, que la temperatura no es tan alta como para que el mar esté hirviendo, y apretando el corcho me ratifico en todo cuanto decía Caldibaches sobre los misterios de la Ciencia: Es difícil que con una sola piedra pueda alcanzarse el horizonte, aunque él siempre está espiándonos con sus ojos infinitos, imprecisos, innombrables…

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miércoles, 29 de agosto de 2012

Las berenjenas con queso saben a beso.





          La berenjena hunde sus orígenes en la India y en la lejana China, cultivándose en aquellas tierras desde la antigüedad. A nuestra cultura culinaria llegó en el esplendor de Al-Andalus convirtiéndose en el símbolo de toda una época y formando parte de numerosos platos andalusíes. Tanto está unida a la cultura árabe que el propio Cervantes, cuando trata de explicarnos en El Quijote cómo encontró el manuscrito donde se cuenta la historia del ingenioso hidalgo de la triste figura, y cuyo título era “Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo”, podemos comprobar cómo el bueno de don Miguel hace un juego de palabras con el nombre del pretendido historiador. Así “Cide” es el tratamiento de respeto que equivale a nuestro “señor” actual. Recuérdese que a Rodrigo Díaz de Vivar le llamaban el Cid (el señor), sobre todo los moros de los reinos fronterizos con el de Castilla. “Hamete” es nombre propio muy común entre los varones musulmanes, y “Benengeli” significa exactamente “berenjena”, lo que nos puede dar una idea de cuan apreciada era por el mundo árabe, hasta tal punto que Cervantes, que no andaba escaso de oportuna ironía,  llega a identificar este fruto de huerta con un reputado y ficticio historiador sarraceno, tal vez por ser la hortaliza preferida de la morería.

            Sin lugar a dudas, la berenjena está unida a la cultura gastronómica de Jaén a través de Baltasar del Alcázar, quien escribiera la “Cena Jocosa”, y quien dijo aquello de que las “berenjenas con queso saben a beso”. Pues sea cierto lo dicho y vaya aquí la verdadera receta donde se guardan tantos sabores de cariños y amores de las buenas gentes de Jaén:

   Ingredientes: 6 berenjenas cortas, 240 grs. de queso manchego tierno, 3 vasitos de vino, 6 cucharadas de aceite de oliva virgen extra, y sal.

   Procedimiento: Se parten las berenjenas sin pelar a lo largo en dos trozos. Por la parte de la pulpa se hacen varias incisiones cruzadas y se les da el punto de sal, dejándolas reposar media hora. Se colocan en una fuente refractaria con los cortes hacia arriba, se rocían de aceite y se meten en el horno, regándolas a menudo con su propia salsa. Aproximadamente a la mitad de la cocción echaremos el vino blanco. Cuando las berenjenas estén hechas y doradas se habrá hundido la parte carnosa. Esta cavidad la rellenaremos con  trozos de queso manchego tierno bien triturados, volviendo a meter la bandeja en el horno hasta que el queso se funda. Serviremos en caliente.


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Los santuarios de la suerte




Memorias de Tabertulia

            Mira, paisano, el otro día le comentaba a mis contertulios el Caliche y Cantaorejas, que los esfuerzos realizados por el ser humano para paliar los duros efectos de todos los males que últimamente están pasando en el mundo, y de forma más preocupante en nuestro país, podrían resumirse en una máxima de gramática parda que ya sabían nuestros abuelos: “Las penas con pan son menos”. Siendo por ello por lo que  cuando uno toma conciencia de que es un desheredado social y un descamisado al más puro estilo libertario, lo primero que hace, paisano, es asaltar un supermercado y llenar un carro de la compra con garbanzos, avíos para el puchero y cartones de leche.  

Hedonismo puro, en definitiva, paisano, para paliar la  resignación con la que nos han enseñado a asumir que a esta vida hemos venido a sufrir y a penar; y para pasarlo bien ya tendremos una eternidad en la otra vida donde desquitarnos de lo lindo.
               
Pese a ello, y por si las moscas, la mayoría de las veces desoímos la voz de la  piadosa resignación y tratamos, cada vez que podemos, que el paraíso prometido se nos haga realidad en este “valle de lágrimas”, sin necesidad de tener que esperar a la otra vida –que dicho sea de paso nos llegue cuanto más tarde mejor--. Tal vez ahí resida la explicación de porqué en estos tiempos encontramos más gente haciendo cola ante las administraciones de lotería para comprar décimos para el sábado, para el jueves, bonolotos, “euromillones”  y “primitivas” con bote, que ante las puertas de las iglesias para encomendarse a Dios.
               
Hemos hecho del Organismo Nacional de Loterías  un dios oficial a quien encomendamos  nuestras frustraciones cotidianas, después de que cada Navidad nos haga  creer que con sólo soplar burbujas –incluida la inmobiliaria antes de reventar-- podemos hacer realidad nuestros sueños.

                A la vista de los hechos, por contradictorio que nos parezca, no hay mayor maldición que se le pueda desear al peor de los enemigos que aquella de: “Permita Dios que se te hagan realidad tus sueños”, porque casi siempre, una vez que son logrados, acabamos siendo esclavos de ellos. Bien que nos lo explicaba con su peculiar soniquete de maestra de toda vida la poeta Gloria Fuertes cuando nos decía que ella había conocido gente tan pobre que sólo tenía dinero.

                No obstante, paisano, hace tiempo que, como una vacuna moral y de autoestima, me aprendí la milonga del recordado gaucho Facundo Cabral: “Pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy”, la cual tatareo a modo de terapia mientras espero mi turno ante los santuarios de la suerte los lunes por la tarde, o cada vez cuando frente al televisor desde los telediarios nos dicen que yo no sé quien nos va a rescatar, sin que nunca se nos diga ni de quienes ni de qué.

                A los pobres, paisano, por lo visto, sólo nos quiere la suerte. Lo que pasa es que la “joía” se hace mucho rogar y se reparte muy mal.


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martes, 28 de agosto de 2012

Los cuatro puntos cardinales del Linares tabernario.



A  mueca la azumbre. Fotografía de Arturo Cerda y Rico. (1906) Publicada en Revista Don Lope de Sosa.




Memorias de Tabertulia: Andanzas y pitanzas del maestre prior de la Cuchara de Palo.


Linares Tabernario


Linares limita al norte
con la taranta,
al sur con un suspiro,
al levante con los toros,
y al poniente con el vino.

Y en cada taberna tiene
un balcón a un precipicio,
donde vuelan las palabras
como sueños de chiquillo,
en el que los poetas sueltan
las palomas de sus versos,
y los grajos de sus gritos:

¡Oiga, señor!
¡Que no se prohíba el cante!
-y disculpe usted si chillo-

¡Que le perdonen la vida
al bueno del gusanillo,
ese que matan al alba
los que ahogan su extravío
¡Que en esta tierra bebemos
sólo el corazón del vino,
ese que en el aire suena
más que el ruido del martillo
robándole a los barrenos
la gloria de su estallido!
José  María  Suárez Gallego

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lunes, 27 de agosto de 2012

Cocineros en su tinta y escritores en su salsa



Ni que decir tiene que esto de escribir tiene su miga, sobre todo si de lo que se escribe es de las cosas del  comer. Cuando lo hacemos, nunca estamos seguros de hacer coincidir lo bueno para que nuestros sentidos gocen, con lo aconsejable para que el cuerpo que nos acoge  funcione saludablemente. Somos una especie débil, hay que recocerlo, y por mojar  en una buena salsa le damos el culo a los perros, y no para otra cosa que para que nos lo muerdan con dentelladas de colesterol. Vivir, en el fondo, no es más que la ejecución lenta de una sentencia de muerte que dura toda la vida, y de la cual nos defendemos cada día pidiéndole a nuestra verdugo, como última voluntad,  una excelente comida  que nos haga olvidar la corta distancia del corredor patibulario que nos corre por las venas. 

Hoy en día que el tema culinario-gastronómico rompe pana en nuestra cultura, y el asunto dietético--nutricional levanta pasiones entre quienes les obsesiona, más que preocuparles, su salud, cada vez nos encontramos más con “cocineros en su tinta” y con “escritores en su salsa”, que por mucho que nos evoquen a dos formas extravagantes de guisar los  chipirones, se trata en realidad de las dos castas, estirpes o elites, que se  mueven en el mundo del pretendido buen comer: De una parte los cocineros que escriben sobre lo que ellos cocinan para que otros se lo coman; y, por otro lado, los escritores que escriben de lo que ofician otros y ellos mismos degustan. Entre ambos, mojando en ambas salsas de tinta cojonera, se encuentran los críticos, ese espécimen que anida en el mundo de los manteles y que nos dice  lo que le sobra o le falta al guiso, y la inadecuada proporción  en la relación precio-calidad de los vinos. A propósito, ¿alguien se ha preguntado alguna vez por qué tiene que costarnos una botella de vino normalito, en un restaurante, más que algunos de los platos que nos sirven? Antes  que demos con la razón última de este asunto, seguiremos siendo  fieles al viejo precepto gastronómico que hemos aprendido a fuerza de pagar facturas como estocadas: “El vino bueno en la casa, y en el restaurante el vino de la casa”.                

La cocina, como todas las artes, tiene sus fantasmas y sus artistas, sus camelos y sus camelistas, sus cabales y sus cabalistas, y, sobre todo, no faltan en ella los ombligos que mirarse, ni los humos que se suban a las barbas.

Para comer, lo de siempre. Porque siempre, como en todo, hubo tradición y vanguardias, lo nuevo y lo viejo, lo genial y las sandeces, y, envidias afiladas como cuchillo de trinchar vanidades.


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domingo, 26 de agosto de 2012

Cuando la verdad nos hace indiferentes





No soy el único a quien se le ponen los pelos como escarpias cada vez que se topa con alguien que se arroga el privilegio de  hablar en nombre de Dios, porque la mayoría de las veces, tras esta sutil prerrogativa de los que se atreven a interpretar los deseos divinos, acaban escondiéndose sutiles pretextos para justificar intereses económicos –algunos inconfesables--, ambiciones de poder –muchas insaciables--, y  personalísimas soberbias –con bastante “santa ira”--.

Uno, que ya cuenta en su haber con acantilados y precipicios donde rugen los desencantos  y aúllan los espantos, ha conocido a sesudos ateos que de tanto negar a Dios han acabado creyendo en él; y a  “piadosos” creyentes que portaban con la misma desfachatez hipócrita la cruz en el pecho que el diablo en los hechos.

Los estudiosos de los fenómenos religiosos nos cuentan que allá por el siglo XVIII --al que llamaron de las luces-- la Cristiandad pasó el “sarampión de la Ilustración”. Esto es, en plan simplista, que la vara de rey --o de alcalde--, y el báculo de papa --o de obispo--, dejó de estar en una única mano, comenzándose a vislumbrar  –en lo terrenal y en lo celestial— de si el mandamás civil lo es por la gracia de Dios, o de si Dios existe, o deja de existir, porque lo diga el mandamás. Este sarampión histórico del reparto de poderes cívico-religiosos aún no lo ha pasado, por ejemplo, el mundo islámico, y ahí está el guirigay que tienen montado algunos “ayatolás” gobernantes al mezclar ingredientes socialmente tan incendiarios como la guerra santa, el paraíso de los mártires y el precio del petróleo.

El rifirrafe sobre la asignatura de la Educación para la Ciudadanía, o como termine llamándose, va un poco por esa línea, por el sempiterno tira y afloja entre el poder civil y el religioso a la hora de adiestrar, formar, instruir, disciplinar, educar o amaestrar a una juventud que cada vez muestra menos interés por los paraísos prometidos, y cada vez le cuesta más hacerse un hueco en esta jungla social llena de falsos tarzanes y traficantes de monas Chitas. Tanto al fenómeno religioso, como a las ideologías políticas, se les está quedando obsoleto y caduco el marketing con el que quieren hacernos llegar sus mensajes.

En definitiva, eso de que “la verdad nos hace libres” no está reñido en absoluto con que “la libertad nos hace verdaderos”. Por mucho pánico que a algunos les de que los más jóvenes lo descubran y lo sufran en sus propias carnes y en sus propias almas.

Tal y como van las cosas, de momento, “la verdad nos hace indiferentes, y “la libertad nos hace  cabreados”.


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sábado, 25 de agosto de 2012

Erótica gastronómica: Los velos que desnudan la alcachofa





Memorias de Tabertulia: Andanzas y pitanzas del maestre prior de la Cuchara de Palo

                Oí decir en una tertulia de sobremesa, de esas en las que el humo de los habanos nos sumerge en una neblina de siesta y soñarrera, que las cosas del comer también tiene su erótica, y que mirándolo bien, todos los pecados, nos sean perdonados los que tengamos, dicho sea de paso, producen placer mientras se cometen. Todos no, se dijo, pues hay uno que nos hace sufrir a rabiar y es la envidia. Y se habló sobre ella y de cómo el silencio de los envidiosos hace mucho ruido, y de la mejor forma de guardarse de ellos y, a modo de conclusión, de como los mediotontos rezongones, faltos de talento para tantas cosas buenas de la vida, lo derrochan en argüir mezquindades y otras felonías contra su prójimo.

                Pero la cuestión que se debatía entre las volutas de humo y el trasiego de pasas en aguardiente desde una botella culiancha hasta pequeñas copas como dedales, antes de que se nos cruzaran los envidiosos en el camino de las palabras, era si existía una erótica de la pitanza.

             Y salió a relucir el poeta andalusí Ben Al-talla, que según parece entre sopa y asado escribía versos sobre el comer, dejando dicho en uno de ellos que la alcachofa doméstica, pero sobre todo su variedad silvestre, más estilizada, el alcaucil, en tierras de Jaén conocido por arcancil o alcarcil, "parece una virgen griega, escondida entre velos de lanzas", es decir como la Venus de Boticelli pero en versión hortelana y no marinera, provista de toda la carga erótica que la misma diosa del amor nos legó en la Mitología.

                Y se llegó a la conclusión, casi unánime, de que era la alcachofa el manjar más erótico que yantar se pudiera, pues no era menos cierto que para poderla tomar había que ir desnudándola hoja a hoja, saboreando la incitante pulpa de cada penca hasta llegar al jugoso cogollo. Era según opinión del avezado gastrónomo andaluz Juan Carlos Alonso, un strip-tease gastronómico en toda regla.

                El que los árabes la llamaran alcarxuf o alcarxof y también karsciuf y el que fuera introducida por ellos en la Península Ibérica, allá por el siglo XI, unido a todo lo que sobre ella se había dicho entre el humo y las pasas con aguardiente, me transportó al legendario baile de los siete velos de Las mil y una noches, donde delicadamente, con dos dedos vamos despojándola de la multicolor vestimenta de sus sabores.

                Pero no hay historia de doncella mora sin un caballero hidalgo y cristiano de ella enamorado, ni ha de faltar trovador  que cante sus amores. Tanto es así que Ángel Muro, el mejor exponente del saber culinario de finales del pasado siglo, decía que era remojando alcachofas en aceite de oliva como se sabía la calidad de éste. Tenemos, pues, todos los ingredientes de una jaenerísima historia medieval de no menos sabrosa actualidad: el noble caballero don Aceite de Oliva Picual Virgen probando su nobleza e hidalguía ante la doncella de las huertas del Reino de Jaén, la mora Alcarxuf, que en tierras cristianas llaman Alcachofa.

                Hemos traído a estas andanzas y pitanzas, como testimonio del trovador de esta historia de amores, las alcachofas rellenas, cuyo precursor gastronómico fue lo que en Jaén se conoce por Morragüevos, y que no son otra cosa que las alcachofas rellenas de huevo duro y acompañadas de alguna salsa. En la cocina mozárabe se hacía este mismo plato, llamado Alcachofas Al-Amar, donde el relleno no llevaba carne sino vinagreta o salmorejo, y se cubrían con rodajas muy finas de fiambres.



Receta de las alcachofas rellenas o "morragüevos"


Ingredientes:  8 alcachofas grandes, 50 gr de jamón serrano, 2 dientes de ajo, 100 gr de pan del día anterior, una cebolla mediana, media taza de vino blanco, 6 hebras de azafrán, una cucharada sopera de harina, 2 huevos, perejil fresco picado y aceite de oliva virgen extra de la variedad picual.

Preparación: Se desmenuza la miga del pan, y se baten los huevos con muy poca sal. Pelamos un diente de ajo, lo machacamos y lo agregamos a los huevos batidos junto al jamón que habremos troceado bastante y al perejil muy picado. Lo mezclamos todo muy bien con la miga de pan.
Retiramos las hojas exteriores de las alcachofas, dejando sólo los corazones. Les vaciamos el interior hasta obtener una especie de nidos en los que iremos poniendo porciones del relleno que hemos preparado previamente, procurando que quede lo más adherido y compactado posible para que no se desprenda de la alcachofa al cocer.
Calentamos abundante aceite en una sartén y se fríe el otro diente de ajo hasta que esté bastante dorado, lo sacamos entonces y lo desechamos una vez que haya aromatizado el aceite. Freímos entonces las alcachofas a fuego medio para que no se arrebaten, hasta que adquieran un tono dorado.  Las sacamos, las escurrimos y las colocamos en una cacerola.

Quitamos el aceite de la sartén, dejando unas 3 cucharadas para rehogar la cebolla, pelada y muy picada,  hasta que esté transparente. Incorporamos la harina y el azafrán, le damos unas vueltas rápidas con una cuchara de madera y regamos con el vino y una  taza de agua. Damos un hervor y se vierte sobre las alcachofas en la cacerola.
Dejamos cocer a fuego suave unos 30 minutos o hasta que comprobemos que las alcachofas estén tiernas. Y se sirven entonces.


(Twitter: @suarezgallego)

viernes, 24 de agosto de 2012

De la cultura en la "puta calle" al "botellón"




El término cultura le suele quitar hierro peyorativo a las palabras que acompaña. A muchas de ellas, incluso, las legitimiza a través del Diccionario de la Real Academia Española al incluirlas en el “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época o grupo social, etc. De este modo, hoy se habla sin rubor  de la “cultura del botellón” como la manifestación del uso que hacen los jóvenes de la calle para reunirse en ella sin que los establecimientos que les expenden las bebidas se vean en la obligación de proveerles de mesas, sillas, y una mala letrina donde desahogar sus vejigas y regurgitar sus vómitos, como es usual en la hostelería convencional.

La diferencia cultural estriba, según parece, en que cuando bebemos plácidamente en la terraza de un bar, heredero de las más “ancestrales esencias culturales del vino”, estamos haciendo a los ojos de las “buenas costumbres” un  uso impecable de la  vía pública, mientras que cuando se hace a través de litronas y “kalimochos” se está ejerciendo una mala práctica colectiva de ocio en la “puta calle”.

La palabra calle, como el concepto de cultura, también se ha maquillado, manipulado y adulterado con adjetivos y genitivos de aderezo. De este modo, en la tradicional cultura del vino, durante aquellos años “gloriosos” en los que éramos la reserva espiritual de Europa, se exhibía en las tabernas el cartel de “se prohíbe el cante”, y cuando alguien pretendía cantar se le “invitaba”  a salir del establecimiento con un rotundo “a cantar a la puta calle”. También las opiniones “no autorizadas” se solventaban con un expeditivo “a hablar de política a la puta calle”.

Al precio que se está poniendo lo de “ir de bares” en plan tradicional, no será extraño que el día menos pensado nos veamos los que ya peinamos canas haciendo en plena vía pública el “riberón”, que es lo mismo que lo otro pero bebiendo un crianza de la Ribera del Duero con un buen jamón, y, sobre todo, dejando los envases vacíos en los contenedores para vidrio, y no tirados en la  “puta calle”.

Es condición humana que siempre tratemos de defender nuestras costumbres --por malas que parezcan— antes que las leyes --por muy justas que sean--. Medite, por tanto, el legislador sobre cómo hacer para que dos generaciones compartan civilizadamente la calle y sus adjetivos.

Pero esa es otra cultura, la del difícil equilibrio tolerante del ejercicio de la libertad, que como con otras tantas cosas se cacarea más que se practica.


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jueves, 23 de agosto de 2012

Los autopartos y los chivos expiatorios



Ilustración de Efe Suárez


Le he leído a Gabriel García Márquez que el ser humano no nace definitivamente el día que su madre lo alumbra, sino que se ve obligado a parirse a sí mismo una y otra vez a lo largo de su existencia.

Estos “autopartos” coinciden con épocas cruciales de la vida. Así, a los “veintipocos” años uno está dispuesto a “comerse el mundo”. A los “treintayalgo” ya sabe de sobra qué mundo se ha de engullir. Llegados los “cuarentaymuchos” hace lo indecible para que el mundo elegido no se le indigeste. Y a los “cincuentaypico” trata por todos los medios de esquivar los vómitos de los mundos atragantados de los demás. A los sesenta y cinco, según he visto en mi contertulio el Caliche, felizmente jubilado ya, se vive para paladear lo poco que nos han ido dejando del mundo que un día pretendimos comernos.

Esta trayectoria vital se refleja en el concepto que se va teniendo de la amistad según nos vamos pariendo. Hasta los treinta años estamos convencidos de que el mejor amigo del hombre es el perro; a los cuarenta y tantos, cuando ya tenemos hijos e hijas en edad de que lo saquen a pasear, descubrimos que el mejor amigo del hombre es en realidad el jamón –el ibérico partido en lonchas finas, a ser posible--. Pasado ya el ecuador de los cincuenta, uno descubre, cuando intenta sobrevivir en el mundo de los demás, que el verdadero amigo del hombre no es otro que el chivo expiatorio. Esto es: el que se come los marrones de  la incompetencia ajena; el que inmolamos para tapar las vergüenzas colectivas; ese que se sacrifica ante la cobardía de no hacernos el harakiri para purgar nuestras íntimas culpas.

En tiempos de crisis asistimos atónitos al espectáculo de ver cómo los que se han arrogado el mérito de haber engordado las vacas de los tiempos de la opulencia, son los primeros ahora en buscar chivos expiatorios y “comemarrones” que paguen por haberlas esquilmado con el forraje que ellos mismos envenenaron.  

Por lo visto, escasa vez coinciden en una misma persona los que se comen el jamón, los que se comen los marrones, y los que son mordidos por los perros de esta puta crisis.


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miércoles, 22 de agosto de 2012

La increible y sorprendente metamorfosis del domador de moscas



Ilustración de suiSIDIUS

Me dice mi amigo el Caliche, contertulio del verano y demás fiestas de guardar, que quien más o quien menos alberga entre sus ambiciones más intimas el deseo de, látigo en mano, poder doblegar leones  allí donde a uno lo vean. No faltan los que aspiran a más y no se conforman con asustar a cuatro gatos melenudos –por muy leones que parezcan--, sino que sueñan con dominar fieras corrupias, y, llegado el caso, hasta  acogotar en público dragones de mil demonios.  El afán desmedido de notoriedad tiene su intríngulis.

Derribar al que brilla y amedrentar  al poderoso, es el deseo irreprimible del que creyéndose tener el látigo mágico de someter bichos feroces, pero no la pericia de utilizarlo con maestría, ni, por supuesto, el valor de meterse en la jaula con las fieras, ha de conformarse con ser el domador de las moscas que el león espanta con su cola. El hecho es, según parece, tener un motivo para adornarse con los entorchados propios del circo, y así disimular el patetismo de su vanidad desnuda.

El domador de moscas cuando toma conciencia de sus  miedos y sus limitaciones  trata de imitar al que brilla y adular al poderoso. Envidia a las libélulas por los destellos luminosos de sus alas cuando vuelan, y respeta a los leones cuando al rugir muestran los puñales de sus colmillos. Pero no pierde oportunidad de exhibir su nombre y sus proezas con letras bien grandes en los carteles de su particular circo: “Fulanito de Tal, experto domador de moscas”.  La autocomplacencia en sus delirios de grandeza lo llevan a proclamarse a si mismo mariscal de todos los domadores de moscas, para lo cual no renuncia a utilizar en  beneficio propio el buen nombres, las hazañas y las proezas, de auténticos domadores de leones, de reconocido prestigio y sobrada valentía.

Un día descubre que las moscas no admiten más sumisión que su genética adicción a la mierda ajena. Es entonces cuando decide convertirse con urgencia en una mosca cojonera, que acabara siendo abatida indefectiblemente por la cola de un viejo y displicente león.


(Twitter: @suarezgallego)

lunes, 20 de agosto de 2012

Gary Cooper y los ojos de los cocodrilos de Federico




Oir el tema París, Texas, de Ray Cooder.



Memorias de Tabertulia


Mira, paisano, el martes fatídico en el que Manhattan dejó de ser el argumento poderoso y trepidante de la encíclica en blanco y negro que nos escribiera en treinta y cinco milímetros Woody Allen, yo andaba a las tres menos cuarto de la tarde dándome un sabaneo de reflexiones tabernarias con mi amigo Juanito Caldibache, aquel que las mañanas de agosto --cuando veraneábamos en el mar de Cádiz-- se iba a robar higos chumbos tras las alambradas de la base naval de Rota, y al ser sorprendido por los marines norteamericanos levantaba las manos y les gritaba: ¡No disparéis, no disparéis que soy amigo de Gary Cooper!, porque Gary Cooper, paisano, según mi amigo, tal vez haya sido el mejor prototipo de todos los norteamericanos heroicos, abnegados y cabales que en el mundo han sido.

Memorables fueron sus papeles de soldado defensor de libertades o de sheriff justiciero en Adiós a las armas (1932), Beau Geste (1939), Sargento York, (1941), ¿Por quién doblan las campanas? (1943), El árbol del ahorcado (1959) y Solo ante el peligro (1952), películas que me ha relatado hasta la saciedad mi amigo Caldibache entre tintos con gaseosa y cucharros de aceite con bacalao.

Aquel martes, 11 de septiembre sombrío, tan  lóbrego y tétrico como aquel otro 11 de septiembre en Santiago de Chile cuando Amanda se quedó esperando a Manuel frente a la fábrica –la vida es eterna en cinco minutos--, a las tres de la tarde la CNN nos traía al televisor de la taberna los versos de Federico García Lorca:

“La muerte
 entra y sale
 de la taberna.

Pasan caballos negros
y gente siniestra
por los hondos caminos
de la guitarra.”

Las Torres Gemelas ardiendo despeñaban desde el cielo los versos de Federico:

La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
 y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.

La aurora de Nueva York gime  
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
 nardos de angustia dibujada.”

Bien sabes, paisano, que mientras le damos cuerda al tren de nuestras vidas todos los fanatismos irán devorándose unos a otros, por eso, trágicamente, nunca falta un fanático integrista que se convierta en la mosca cojonera del mundo "civilizado" de Gary Cooper, ni un ejecutivo despiadado de Wall Street que desde su BlackBerry siga comprando y vendiendo a precio de saldo las acciones del hambre y el miedo de los que nada tienen. Otra vez Federico en Nueva York:

“Si me quito los ojos de la jirafa,
me pongo los ojos de la cocodrila.”

Mi amigo Caldibache, que no ha leído a Lorca, te lo diría así: “Una patada en la entrepierna duele muchísimo, sobre todo cuando es tu entrepierna la que patean”.

Pero que hable de nuevo Federico, paisano:

Nueva York de cieno,
Nueva York de alambre y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?”

Irremediablemente “el rey de Harlem con una cuchara, arrancaba los ojos a los cocodrilos” hundido en un grito: ¡No disparéis, no disparéis que soy el alma de Gary Cooper!

Ray Cooder, ajeno a todo, afinaba su guitarra en el Paris de Texas, tan lejos del París de Edith Piaf, la de la mirada de Dolorosa cruzando un Sena sin Triana.


(Twitter: @suarezgallego)

sábado, 18 de agosto de 2012

La estrategia de la cosificación



Cada vez percibo con mayor intensidad la extraña sensación de que todo lo que está pasando, en esto que llamamos “crisis”, forma parte de un plan establecido  que sigue una cabal  “hoja de ruta” para llegar a un objetivo preciso: La devaluación de la sociedad y la cosificación de la gente. Dado que el euro no admite devaluación posible, nos están devaluando a todos dándonos la consideración de “cosa” (En el régimen de esclavitud el esclavo también es una cosa).

Los sociólogos, tan acostumbrados a vernos  como cobayas de una sociedad que es capaz de fagocitarse a sí misma, han llegado a afirmar que el nivel de bienestar de un país se mide por la cantidad de cosas que producimos para ser necesariamente consumidas. Es decir,  que según esto, en teoría,  cuantos más coches se fabriquen, generando al circular más contaminación y más atascos, teóricamente, deberíamos vivir mejor porque “tenemos un coche”.  Del mismo modo que a mayor cantidad de alcohol consumido en los fines de semana, debemos tener más felicidad estadística durante el resto de ella, instituyéndose de este modo la resaca como un “bien social” más. Tan evidente es todo esto que hasta el mayor o menor gasto de papel higiénico es una medida del “desconsumo” de todo lo consumido, siendo un referente de primer orden sobre el alto nivel de vida que hemos llegado a alcanzar en esta  sociedad del “aquímelasdentodas” por la que se dejaron el pellejo tantísimos ideólogos de la Utopía.

            Se está intentando, a todas luces, que fracase todo aquello que nos ha hecho personas, para una vez derribado el sistema social darnos la opción de que nos conformemos con “ser  cosas”. Se nos está creando un sentimiento de culpa fatalista según el cual todo lo que nos está pasando es porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, cuando son precisamente los que están gestionando el problema quienes nos están gobernando muy por debajo de las suyas.

            La perversión de esta estrategia ha conseguido, en un alarde de virtuosismo, cosificar también a nuestros cosificadores. ¡Genial!


(Twitter: @suarezgallego)

 Publicado en Diario JAÉN, el 19 de agosto de 2010





domingo, 12 de agosto de 2012

La caridad bien entendida en tiempos de crisis


(Pobre pidiendo, de R. Serrano Muñoz)


Mira, paisano, decía el bueno de mi abuelo Paco –quien me enseñó, entre otras cosas, a coger los días por sus aristas cortantes y no cortarme— que cuando alguien acudiera a mi puerta solicitando unas monedas de ayuda, lo socorriera sin titubear, sin cuestionar la certeza de su necesidad.

Argumentaba mi abuelo que en el ejercicio de toda caridad siempre había una gran dosis de egoísmo, además de la consabida  pretensión vana de aquellos que dejados llevar de su cicatería moral pretendían ganarse la vida eterna a golpe de calderilla, pues el fin último de la caridad, se mire por donde se mire, no es un acto de solidaridad pura --ni mucho menos de justicia-- sino el deseo de que no se pierda, perpetuándola, la costumbre de dar cuando  se nos pide de sopetón, sobre todo por si llegada la desgracia nos viéramos  obligados a pedir nosotros también,  que de sobra es sabido lo veleidosos que son los avatares de la vida, estando como estamos inmersos en unos tiempos de crisis.

Apostillaba mi abuelo que toda limosna debía ir acompañada sólo de una sonrisa. Para él era bochornoso el comportamiento de aquellos que por el hecho de dar unas mugrientas monedas se creían asistidos del derecho de dar también un consejo: “Tenga usted hermano y no se lo gaste en vino”, esgrimiendo la pretensión de constituirse en socios capitalistas de la desgraciada empresa del pobre –precisamente su pobreza— decidiendo el destino más apropiado para tan exiguos fondos.

Con los años, una vez que he perfeccionado la técnica de atrapar los días por sus aristas cortantes y no cortarme, la sociedad del pan y amor todos los días me ha asignado un mendigo oficial con el que hago caridad callejera sin darle consejos, y acompañando mi exigua  entrega de una sonrisa –ciertamente con lo que le doy no tiene más remedio el buen hombre que conformarse con el tinto de tetrabrik, el rioja se cotiza caro, hermano--, pero muchas veces tengo la sensación íntima de que con mi silencio cobarde, con mi actitud cómoda y pasiva de ser solidario por domiciliación bancaria, de la misma forma que soy consumidor de luz eléctrica y teléfono, estoy colaborando a que se sigan haciendo pobres durante todo el año para luego poder hacer caridad con ellos en Navidad y otras fiestas de guardar.

La caridad bien entendida, efectivamente, comienza por uno mismo, precisamente por el compromiso que uno mismo se haga de trabajar activamente para que situaciones de flagrante injusticia se resuelvan de una puñetera vez. Lo demás, es dejar en manos de desaprensivos una cruda realidad hecha datos estadísticos que se arrojan como dardos los unos a los otros en beneficio propio.

Como opinaba Martin Luther King, en estos temas hace más daño la indiferencia de la gente buena, que las fechorías de la mala gente.

sábado, 11 de agosto de 2012

El ajetreo de las hormigas




Mira, paisano, le he leído a Gabriel García Márquez que los seres humanos no nacemos para siempre el día en que nuestras madres nos alumbran, sino que la vida nos obliga a parirnos a nosotros mismos una y otra vez. Esto me hace pensar que no debemos ser de donde nacemos, sino de aquel terruño donde creímos parirnos la vez definitiva, aquella en la que nos creímos ser el ombligo de las maracas de Machín. No es fácil, pues, saber a ciencia cierta de dónde somos, y a lo sumo, la mayoría de las veces, si se nos dio la oportunidad de saber más allá de las cuatro reglas aritméticas, acabamos aceptando que, en realidad, somos de donde hicimos el Bachiller, conjunción de tiempo y espacio en la que se descubren los valores absolutos y el momento crucial en el que como una crisálida “agilipollada” (sé, paisano, que es mucho más académico decir atolondrada) hemos de parirnos solos por segunda o por tercera vez, dependiendo de lo mamones (en su acepción más peyorativa) que fuéramos de niños
.
El peligro de volverse a parir en el Macondo particular que todos llevamos dentro es que tarde o temprano la cabra de nuestra visceralidad acaba tirando al monte de nuestros despropósitos, ya sea el Monte Sinaí de Moisés, el Monte Parnaso de los dioses menores, el Monte de los Olivos de pasión y muerte, o el Monte de Venus de las otras pasiones.
            
Hay quienes, amparándose en su particular ley natural, están en contra de los matrimonios entre gente del mismo sexo, y hay quienes, basándose en la Biblia de sus reivindicaciones –“no es bueno que el hombre esté solo”— piden que los obispos y los curas se casen con todas sus consecuencias. Por pancartas que sacar a la calle que no quede, paisano. 

Con los años, después de habernos parido en el desencanto sereno de los cincuenta cumplidos, los valores que aprendimos en la patria del Bachiller se los come la ironía de nuestras palabras, hasta tal punto, paisano, que ante tantos que se apuntan a interpretar el pensamiento de los dioses, e incluso, y llegado el caso, hacerse dioses de sus opiniones y de las ajenas, me he planteado volver a hacer el Bachiller para así poder parirme en un hombre nuevo, encantadoramente gris, que antes que plantearse en que dios creer, a que diablo venderle el alma, con que bandera cubrirse, o que idearios combatir con “napalm”, disfrute observando el ajetreo de las hormigas construyendo su hormiguero, viviendo y dejando vivir, como ellas, cada uno de los instantes que componen cada universo de esta fauna que piadosamente llamamos prójimo.


viernes, 10 de agosto de 2012

La oveja que aprendió a aullar


(Ilustración de Fabíán Suárez)



Cada día que me levanto con la resaca vital de haber vivido el día anterior, lo hago sintiéndome menos “ciudadano” y más “consumidor”, sabiendo que lo que esperan de mi para no defraudar las expectativas ni los objetivos de mi trabajo es que sea más rentable y menos libre, ante lo cual no tengo otra defensa moral que reivindicar íntimamente mi derecho a la pereza, como hizo Pablo Lafargue, el yerno de Marx, en una crítica feroz a una sociedad capitalista y kafkiana que para perpetuarse necesita el motor del “eso es lo que hay” impuesto a los consumidores, en contraposición al “precisamente no es eso lo que queremos” que reclamamos como ciudadanos. En base a eso, cada vez más se le exige a quien aspira a un puesto de trabajo tener una mayor formación para cobrar menos y trabajar más en una sociedad deshumanizada, en la que los momentos de holganza se dedican, sobre todo, a recalcular la deuda pendiente de la hipoteca ante la próxima subida del euribor.


Hace unos días, hablando de estos temas con mi contertulio El Caliche, éste me preguntó si –de ser posible-- estaría dispuesto a volver a nacer de nuevo y vivir la vida con la experiencia de haberlo hecho ya una vez. Le dije que no. Que jamás  renunciaría a mis cumpleaños infantiles celebrados con una tarta casera de galletas María empapadas en almíbar y cubiertas con chocolate y coco, y hecha con mucho cariño por mi abuela Encarna. Nunca me expondría, como un incipiente consumidor infantil actual, al peligro de celebrar algo en el desamor impersonal de un Telepizza o un McDonald.



El caso es que las nieves del tiempo ya han plateado mi sien –como dice el tango—, y mi bigote ha perdido su negrura rebelde, pero cada mañana al despertar tengo la extraña e íntima sensación de sentirme como la oveja que de tanto estar con los lobos ha aprendido a aullar, y es precisamente a internet ---la red que no el redil desde donde se aúlla--- al que más pánico le van teniendo los lobos, sobre todo por si algún día decidimos, como ovejas aullantes, morderles como ellos nos han mordido.