Memorias de Tabertulia
El paso del tiempo
irremisiblemente nos va curando de las secuelas de la juventud. Tomamos
conciencia de ello cuando el alma de andar por casa nos pardea, más por el humo
de las mil batallas que a trancas y barrancas le hemos ido perdiendo a la vida,
que como fruto de la inquina, alevosía y empeño que ponemos en ser literalmente
malos. A lo más que llegamos, con mucho empeño, es a cometer pequeñas
mezquindades, que puestos a no ser malpensados son más causa de sonrojo que
motivo de condena al fuego
eterno.
Pero tiene la juventud, además de
los bolsillones en los que caben todas las banderas tremoladas por las manos
más abiertas de nuestro cuerpo, la virtud de destilarse sólo en el aguardiente
de los buenos recuerdos, que más que matar el gusanillo mañanero lo atontolina
para que nos aguante un día
más.
Era Braulio Cañadas, a quien
llamaban Caldibaches, carne de cortijo y de surco. Maestro en atinar
pedradas con honda al lomo de las cabras descarriadas desde una gran distancia;
sobre todo a la Lechuguina, que no había piedra en la sierra que no
llevara su nombre escrito. Cabra tozuda como una mula, que según él, por una
teta daba leche y por la otra pólvora, pero sin saber nunca a ciencia
cierta por cuál de las dos habría de salir el fogonazo.
Me enseñó aquel medio gañan y
cabrero, en los veranos de mi adolescencia, a liar cigarros con tabaco de
petaca y a que no se me salieran los ojos cuando tosía mientras me los fumaba.
Tal vez fuera por ello por lo que, desde el día que le dimos tierra en el
pequeño cementerio de su pueblo serrano, y unas lágrimas apagaron el cigarro
que me fumaba por reprimirlas, no volví a ponerme otro entre los
labios.
No quiso Dios darle hijos a Caldibaches
y a Quiteria, su mujer, pero les regaló a
todos nosotros, niños criados en la ciudad con modos de señoricos y con
instintos montaraces, que los veranos y fiestas de guardar acudíamos a la
sierra, y lo mismo le azuzábamos el perro a sus cabras para darles una "corría"
por el prado, que le sacábamos el agua del pozo a Quiteria a cambio de
una fuente de rosetas con azúcar. Y como no habían salido nunca de su terruño,
ni él tuvo que hacer el servicio militar por haberle tocado la polio la
pierna izquierda, nunca habían visto el mar.
Con el primer coche que nos
brindó el progreso en los comienzos de la década de los setenta, la sabiduría
temeraria que dan los veinte años, y el especial cariño que le teníamos a tan
singular pareja, nos los llevamos a que conocieran el mar de Salobreña en plena
primavera. Y provistos cada uno de ellos de un corcho de botella de vino,
apretado en una de sus manos para, según decían, evitar el mareo que provocaban
las muchas curvas del Puerto Carretero, del Zegrí, y otras muchas
de otros muchos puertos de entonces, Caldibaches, con el sombrero de ir
a las bodas y a los entierros de los parientes cercanos, con tal ánimo y de tal
guisa, y algunas horas de camino, dimos en la tranquilidad de las solitarias
playas de Salobreña.
Quedóse el cabrero a unos metros
de la orilla, y remiraba el horizonte una y otra vez, mientras Quiteria hacía
lo indecible para que la brisilla juguetona no le levantara el sempiterno
vestido negro de todos sus lutos. Y después de mucho meditarlo, Caldibaches
sentenció: "Sabéis que sus digo, que aquí no jaze temperatura como pa
que el agua esté jirviendo". Y remangándose los pantalones, quitándose
los zapatos y los calcetines, y de cuatro "cojetás", se metió
en la espuma de las olas, y desde ella nos gritaba "¡Lo veis, es
verdad, el agua del mar jierve estando fría y no quema!"
Quiteria, ante tal temeridad le
gritaba mientras ponía orden entre la brisa y su vestido levantisco: "Braulio,
no seas loco. Te vayas a ajogar y pa que queremos más". Y Caldibaches,
ajeno a todo, tiraba piedras de contento al infinito de las aguas, intentando
alcanzar el horizonte. La cabra Lechuguina, que no la trajimos con
nosotros evidentemente, libró por esta vez su lomo de todas las piedras que su
particular cabrero tenía a su alcance. Quiteria consintió comer pescaillos
fritos junto a la playa, aunque nos confesó que “donde se ponga el
rin-ran, como me enseñó a hacerlo mi madre, que era de Cazorla, con
sus ajos majaos y sus cominillos, sus patatas, sus pimientos choriceros, su
aceite de oliva y sin más pescao que el bacalao esmigao, como Dios manda, que
se quiten todos los pescaos que viven en aguas que jierven sin calor, que eso
parece cosa de locos y cómo no va a ir el mundo como va, perdiíco del tó.”
Cada
verano, la primera vez que hundo los pies en la orilla de la playa, meto en el
agua el corcho que entonces libró al bueno de Braulio de todos los mareos de ir
a conocer el mar, y que me regaló como recuerdo de tan extraordinario
viaje. A veces me parece oírlo gritar al sur de las burbujas. Son cosas de la
edad, me digo. Compruebo, efectivamente, que la temperatura no es tan alta como
para que el mar esté hirviendo, y apretando el corcho me ratifico en
todo cuanto decía Caldibaches sobre los misterios de la Ciencia: Es
difícil que con una sola piedra pueda alcanzarse el horizonte, aunque él
siempre está espiándonos con sus ojos infinitos, imprecisos, innombrables…
(Twitter: @suarezgallego)