domingo, 12 de agosto de 2012

La caridad bien entendida en tiempos de crisis


(Pobre pidiendo, de R. Serrano Muñoz)


Mira, paisano, decía el bueno de mi abuelo Paco –quien me enseñó, entre otras cosas, a coger los días por sus aristas cortantes y no cortarme— que cuando alguien acudiera a mi puerta solicitando unas monedas de ayuda, lo socorriera sin titubear, sin cuestionar la certeza de su necesidad.

Argumentaba mi abuelo que en el ejercicio de toda caridad siempre había una gran dosis de egoísmo, además de la consabida  pretensión vana de aquellos que dejados llevar de su cicatería moral pretendían ganarse la vida eterna a golpe de calderilla, pues el fin último de la caridad, se mire por donde se mire, no es un acto de solidaridad pura --ni mucho menos de justicia-- sino el deseo de que no se pierda, perpetuándola, la costumbre de dar cuando  se nos pide de sopetón, sobre todo por si llegada la desgracia nos viéramos  obligados a pedir nosotros también,  que de sobra es sabido lo veleidosos que son los avatares de la vida, estando como estamos inmersos en unos tiempos de crisis.

Apostillaba mi abuelo que toda limosna debía ir acompañada sólo de una sonrisa. Para él era bochornoso el comportamiento de aquellos que por el hecho de dar unas mugrientas monedas se creían asistidos del derecho de dar también un consejo: “Tenga usted hermano y no se lo gaste en vino”, esgrimiendo la pretensión de constituirse en socios capitalistas de la desgraciada empresa del pobre –precisamente su pobreza— decidiendo el destino más apropiado para tan exiguos fondos.

Con los años, una vez que he perfeccionado la técnica de atrapar los días por sus aristas cortantes y no cortarme, la sociedad del pan y amor todos los días me ha asignado un mendigo oficial con el que hago caridad callejera sin darle consejos, y acompañando mi exigua  entrega de una sonrisa –ciertamente con lo que le doy no tiene más remedio el buen hombre que conformarse con el tinto de tetrabrik, el rioja se cotiza caro, hermano--, pero muchas veces tengo la sensación íntima de que con mi silencio cobarde, con mi actitud cómoda y pasiva de ser solidario por domiciliación bancaria, de la misma forma que soy consumidor de luz eléctrica y teléfono, estoy colaborando a que se sigan haciendo pobres durante todo el año para luego poder hacer caridad con ellos en Navidad y otras fiestas de guardar.

La caridad bien entendida, efectivamente, comienza por uno mismo, precisamente por el compromiso que uno mismo se haga de trabajar activamente para que situaciones de flagrante injusticia se resuelvan de una puñetera vez. Lo demás, es dejar en manos de desaprensivos una cruda realidad hecha datos estadísticos que se arrojan como dardos los unos a los otros en beneficio propio.

Como opinaba Martin Luther King, en estos temas hace más daño la indiferencia de la gente buena, que las fechorías de la mala gente.

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