(Pobre pidiendo, de R. Serrano Muñoz)
Mira,
paisano, decía el bueno de mi abuelo Paco –quien me enseñó, entre otras cosas,
a coger los días por sus aristas cortantes y no cortarme— que cuando alguien
acudiera a mi puerta solicitando unas monedas de ayuda, lo socorriera sin
titubear, sin cuestionar la certeza de su necesidad.
Argumentaba
mi abuelo que en el ejercicio de toda caridad siempre había una gran dosis de
egoísmo, además de la consabida pretensión
vana de aquellos que dejados llevar de su cicatería moral pretendían ganarse la
vida eterna a golpe de calderilla, pues el fin último de la caridad, se mire
por donde se mire, no es un acto de solidaridad pura --ni mucho menos de
justicia-- sino el deseo de que no se pierda, perpetuándola, la costumbre de
dar cuando se nos pide de sopetón, sobre
todo por si llegada la desgracia nos viéramos obligados a pedir nosotros también, que de sobra es sabido lo veleidosos que son
los avatares de la vida, estando como estamos inmersos en unos tiempos de
crisis.
Apostillaba
mi abuelo que toda limosna debía ir acompañada sólo de una sonrisa. Para él era
bochornoso el comportamiento de aquellos que por el hecho de dar unas
mugrientas monedas se creían asistidos del derecho de dar también un consejo: “Tenga usted hermano y no se lo gaste en vino”,
esgrimiendo la pretensión de constituirse en socios capitalistas de la
desgraciada empresa del pobre –precisamente su pobreza— decidiendo el destino
más apropiado para tan exiguos fondos.
Con
los años, una vez que he perfeccionado la técnica de atrapar los días por sus
aristas cortantes y no cortarme, la sociedad del pan y amor todos los días me ha asignado un mendigo oficial con el que hago caridad callejera sin darle
consejos, y acompañando mi exigua
entrega de una sonrisa –ciertamente con lo que le doy no tiene más
remedio el buen hombre que conformarse con el tinto de tetrabrik, el rioja se cotiza caro, hermano--, pero muchas veces
tengo la sensación íntima de que con mi silencio cobarde, con mi actitud cómoda
y pasiva de ser solidario por domiciliación bancaria, de la misma forma que soy
consumidor de luz eléctrica y teléfono, estoy colaborando a que se sigan
haciendo pobres durante todo el año para luego poder hacer caridad con ellos en
Navidad y otras fiestas de guardar.
La
caridad bien entendida, efectivamente, comienza por uno mismo, precisamente por
el compromiso que uno mismo se haga de trabajar activamente para que
situaciones de flagrante injusticia se resuelvan de una puñetera vez. Lo demás,
es dejar en manos de desaprensivos una cruda realidad hecha datos estadísticos
que se arrojan como dardos los unos a los otros en beneficio propio.
Como
opinaba Martin Luther King, en estos temas hace más daño la indiferencia de la
gente buena, que las fechorías de la mala gente.
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