miércoles, 29 de agosto de 2012

Los santuarios de la suerte




Memorias de Tabertulia

            Mira, paisano, el otro día le comentaba a mis contertulios el Caliche y Cantaorejas, que los esfuerzos realizados por el ser humano para paliar los duros efectos de todos los males que últimamente están pasando en el mundo, y de forma más preocupante en nuestro país, podrían resumirse en una máxima de gramática parda que ya sabían nuestros abuelos: “Las penas con pan son menos”. Siendo por ello por lo que  cuando uno toma conciencia de que es un desheredado social y un descamisado al más puro estilo libertario, lo primero que hace, paisano, es asaltar un supermercado y llenar un carro de la compra con garbanzos, avíos para el puchero y cartones de leche.  

Hedonismo puro, en definitiva, paisano, para paliar la  resignación con la que nos han enseñado a asumir que a esta vida hemos venido a sufrir y a penar; y para pasarlo bien ya tendremos una eternidad en la otra vida donde desquitarnos de lo lindo.
               
Pese a ello, y por si las moscas, la mayoría de las veces desoímos la voz de la  piadosa resignación y tratamos, cada vez que podemos, que el paraíso prometido se nos haga realidad en este “valle de lágrimas”, sin necesidad de tener que esperar a la otra vida –que dicho sea de paso nos llegue cuanto más tarde mejor--. Tal vez ahí resida la explicación de porqué en estos tiempos encontramos más gente haciendo cola ante las administraciones de lotería para comprar décimos para el sábado, para el jueves, bonolotos, “euromillones”  y “primitivas” con bote, que ante las puertas de las iglesias para encomendarse a Dios.
               
Hemos hecho del Organismo Nacional de Loterías  un dios oficial a quien encomendamos  nuestras frustraciones cotidianas, después de que cada Navidad nos haga  creer que con sólo soplar burbujas –incluida la inmobiliaria antes de reventar-- podemos hacer realidad nuestros sueños.

                A la vista de los hechos, por contradictorio que nos parezca, no hay mayor maldición que se le pueda desear al peor de los enemigos que aquella de: “Permita Dios que se te hagan realidad tus sueños”, porque casi siempre, una vez que son logrados, acabamos siendo esclavos de ellos. Bien que nos lo explicaba con su peculiar soniquete de maestra de toda vida la poeta Gloria Fuertes cuando nos decía que ella había conocido gente tan pobre que sólo tenía dinero.

                No obstante, paisano, hace tiempo que, como una vacuna moral y de autoestima, me aprendí la milonga del recordado gaucho Facundo Cabral: “Pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy”, la cual tatareo a modo de terapia mientras espero mi turno ante los santuarios de la suerte los lunes por la tarde, o cada vez cuando frente al televisor desde los telediarios nos dicen que yo no sé quien nos va a rescatar, sin que nunca se nos diga ni de quienes ni de qué.

                A los pobres, paisano, por lo visto, sólo nos quiere la suerte. Lo que pasa es que la “joía” se hace mucho rogar y se reparte muy mal.


(Twitter: @suarezgallego)

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