Mira, paisano, le he leído a Gabriel García
Márquez que los seres humanos no nacemos para siempre el día en que nuestras
madres nos alumbran, sino que la vida nos obliga a parirnos a nosotros mismos
una y otra vez. Esto me hace pensar que no debemos ser de donde nacemos, sino
de aquel terruño donde creímos parirnos la vez definitiva, aquella en la que
nos creímos ser el ombligo de las maracas de Machín. No es fácil, pues, saber a
ciencia cierta de dónde somos, y a lo sumo, la mayoría de las veces, si se nos
dio la oportunidad de saber más allá de las cuatro reglas aritméticas, acabamos
aceptando que, en realidad, somos de donde hicimos el Bachiller, conjunción de
tiempo y espacio en la que se descubren los valores absolutos y el momento
crucial en el que como una crisálida “agilipollada” (sé, paisano, que es mucho
más académico decir atolondrada) hemos de parirnos solos por segunda o por
tercera vez, dependiendo de lo mamones (en su acepción más peyorativa) que
fuéramos de niños
.
El peligro de volverse a parir en el Macondo particular
que todos llevamos dentro es que tarde o temprano la cabra de nuestra
visceralidad acaba tirando al monte de nuestros despropósitos, ya sea el Monte
Sinaí de Moisés, el Monte Parnaso de los dioses menores, el Monte de los Olivos
de pasión y muerte, o el Monte de Venus de las otras pasiones.
Hay quienes, amparándose en
su particular ley natural, están en contra de los matrimonios entre gente del
mismo sexo, y hay quienes, basándose en la Biblia de sus reivindicaciones –“no
es bueno que el hombre esté solo”— piden que los obispos y los curas se casen
con todas sus consecuencias. Por pancartas que sacar a la calle que no
quede, paisano.
Con los años, después de habernos parido en el desencanto sereno de los
cincuenta cumplidos, los valores que aprendimos en la patria del Bachiller se
los come la ironía de nuestras palabras, hasta tal punto, paisano, que ante
tantos que se apuntan a interpretar el pensamiento de los dioses, e incluso, y
llegado el caso, hacerse dioses de sus opiniones y de las ajenas, me he
planteado volver a hacer el Bachiller para así poder parirme en un hombre
nuevo, encantadoramente gris, que antes que plantearse en que dios creer, a que
diablo venderle el alma, con que bandera cubrirse, o que idearios combatir con
“napalm”, disfrute observando el ajetreo de las hormigas construyendo su hormiguero,
viviendo y dejando vivir, como ellas, cada uno de los instantes que componen
cada universo de esta fauna que piadosamente llamamos prójimo.
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