He oído decir a muchas venerables abuelas, sobre
todo de pueblo, que la liberación femenina comenzó el
mismo día que se inventó la fregona, a finales de la década de los años cincuenta
del pasado siglo.
Fue entonces cuando “la mujer de su casa” –de
profesión sus labores, como se hacía constar en el carnet de identidad-- dejó de fregar el suelo hincando
las rodillas, para hacerlo de pie; manteniendo erguido no sólo el cuerpo, sino el
talle de su dignidad, porque desde siempre eso de arrodillarse ha tenido
connotaciones, más o menos piadosas, de humillación, vasallaje y sumisión.
La fregona, con su palo a modo de vara de
mando, su mocho y su cubo con su cestillo
escurridor --invento de un español, por cierto--, vino en aquellos años a poner
en marcha una revolución doméstica en el mundo femenino, a la que la tradición
y las “buenas costumbres” la habían tenido tirada por los suelos, trapo en mano
y cubo en ristre, para tener la casa como los “chorros del oro”, y no ser
objeto de críticas maliciosas por parte de sus propias vecindonas, mujeres
también que tampoco se libraban de andar tiradas por los suelos, ni de ser
reprendidas por maridos malcriados en el
más denigrante machismo de la época. La
mujer, tirada en el suelo, rodillas en tierra, en un principio, y agarrada al
palo del mocho de la fregona después, no sólo le sacó brillo al suelo de su
casa, sino que acabó viendo como se reflejaba en él la geometría irrenunciable de
su dignidad.
Ciertamente hay inventos, como éste, que no han
servido para que el hombre llegue a la Luna, pero sí para poner en órbita el
respeto incuestionable hacia la condición de mujer, sea cual fuere la época. Aunque
la fregona, como todos los
acontecimientos históricos, sigue teniendo sus revoluciones pendientes. En este
caso, la mujer, pese a fregar erguida, lo sigue haciendo con agua sucia.
(@suarezgallego)
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